El panal de Quercus.

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Cada que Madeleine va a casa de tía Rhody pasa más tiempo afuera en las llanuras que rodean a la propiedad, que dentro de la misma. Lejana, pero aun pudiéndose divisar la casa de su tía, hermana de su padre específicamente, ella va entre saltitos y juegos, con las libélulas, mariposas, un trigal, las aves; lo que encuentre hasta llegar al gran árbol en el que se acomoda y comienza a imaginar una incontable cantidad de historias y aventuras que, a sus once años, le gustaría experimentar.

La mala costumbre de ésta chiquilla es querer ir cuando el sol comienza a ponerse, interludio por el cual es mejor esperar en el hogar. Aunque, abordo en sus ramas, puedes observar en detalle cómo cada estela de luz traspasa las copas de éste ejemplar, posándose en la piel de manera gentil; al precisarlo, ves como si se fuera abrir una puerta de luz en el domo creado naturalmente por los bordes de sus extremidades.

Eso para ella es fascinante.

Hoy es otro día en el cual se embarcará en su imaginación singular de infante, zumbándose entre los brotes de Encina, justo como Madeleine le ha llamado. Y ahí lo ve:

—Así que tengo huéspedes. ¡Qué divertido! —Dijo ella al mantener la mirada en asombro por un panal a unos metros arriba. Ella temeraria, eventualmente conseguiría trepar los vástagos del árbol sólo para tener mejor vista de sus nuevos inquilinos.

De pronto el sonido externo del ambiente se silenció: El viento parecía no soplar, las hojas no producían ningún ruido al agitarse, ni siquiera el silbido de algún pájaro descansando a la sombra. Madeleine no tuvo consciencia de ésta desrealización. Su enfoque inocente le exigía acercarse a las ramas más altas.

—Ten cuidado pequeña. 

Ella acató súbita, girando su cabeza a donde había escuchado esa voz. Por instinto, su aferro al tronco que ahora subía se había fortalecido. Pese a su intento por localizar al emisor, no tuvo éxito. Pero no demoraría mucho más:

—Aquí, niña. —A su costado izquierdo, allí, casi imperceptible. Se camuflajea con el zarandeo de las hojas que todavía no emitían ni un soniquete.

La cosa parecía asomarse, como cuando la jovencita esperaba hambrienta el desayuno de panqueques de la tía Rhody detrás del arco de la cocina; se le notaba una inclinación mientras miraba impredecible a la niña. Ella no supo cómo digerir emocionalmente aquella anomalía.

Todo figuraba una escena vacía. Cuando la pequeña Madeleine se distrajo a causa de su largo cabello miel distorsionar su vista por el viento inaudible, el intruso de Encina desapareció en la nada. Al acomodarse su melena entre ansiedad y presunta inseguridad, quiso interceptar de nuevo al ente que su memoria juzgó como un enorme cuervo humanoide.

—No es seguro que subas tan alto aquí, si resbalas, ni siquiera el pasto seco acumulado allá abajo podrán amortiguar tu caída. —Él no tardó en enunciarse reiteradamente.

La resonante voz de la criatura, a simple vista inofensiva, era calmada y amable. Pero ese comportamiento derivaba incomodidad. La niña le respondió tímida y cautelosa:

—Mi papi me enseñó bien. No voy a caer, señor cuervo.

—Oh, ¿el señor Evans? Sí, es un buen tipo. Y oye, ¿"señor cuervo"?, ¿te parezco eso?

Madeleine cambió su rostro a uno extrañado. En huroneo, le preguntó:

—¿Conociste a mi papi?

—Pues claro, él vino a visitarme en una ocasión —Esto llamó completamente la atención de Madeleine; seguidamente, la despojó de esa sensación temerosa y vulnerable. El cuervo sonrió suave. Y continuó—. Verás, él también me enseñó cómo trepar un árbol tan grande como éste. ¡Qué coincidencia, no sabía que eras su hija! —Eso último lo mencionó con una bien fingida sonrisa cortés.

—¡Asombroso, señor cuervo! ¡Conociste a mi papá! Oye, ¿quieres jugar conmigo? —Madeleine sonreía enorme y vivaz.

Él le respondió entre risas manipuladas:

—La verdad me encantaría. Pero... —Señor cuervo persistía en un comportamiento farsante y sucio.

La niña inclinó su cabeza a un lado al oír desesperanzado al extraño, ella sólo quería formar una amistad con alguien que había conocido a su difunto padre. Entonces le insistió con ligero retraimiento—. ¿Qué pasa señor cuervo?

—Es que —Hizo una pausa atemorizante y su voz se tornó algo grave y resquebrajada—. Es que tengo mucha hambre, todos tenemos que comer. Madeleine.

La realidad parecía oscilar tormentosamente, una resonancia insufrible comenzó a escucharse en tortura. El semblante de la pequeña se tornó vacío. Tan fría, inexpresiva. El cuervo le introdujo una escena aberrante en la mente pura de la infante. Así se reproduciría consiguiente el deceso de la señorita Evans. El espacio dentro del arco formado por las limitaciones de Encina de pronto se revolvió en su mismo eje. Las hojas, formando un tornado a grandes velocidades se iban convirtiendo en aves negras y de mal agüero; unos cuervos, los que ensordecían a Madeleine sin piedad con su chirrido, rodeándola en una cumbre estridente.

Por la ventana de la habitación de la casa de la tía Rhody se podía ver cómo una bandada negra se alejaba de un árbol de gran tamaño en la lejanía del terreno. Un árbol impuro, viejo y seco de invierno.

La tía finalmente se da cuenta de que el atardecer ya casi culmina y de la ausencia de su sobrina. De modo que sale del caserío para llamarle.

Ni rastro de Madeleine.

Escrito: 27 de mayo de 2018.

El pasaje bajo el cénit.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora