Iku.

6 0 0
                                    

Prólogo.

—Tú y tu hermano me pertenecen. Así como me pertenecieron tus padres. —La expresión de ese sujeto era compasiva. No había por qué tenerle pavor.

Kuina se acercó a la composición de una masa irregular con rostro de señor. Un rostro sereno que conllevaba una naturaleza impredecible.

Parte I.

Ella se hallaba en una gruta o caverna. Húmeda y fría. Al levantarse, pues previamente se encontraba sentada, se percató del rastro baboso que marcaba el paso de alguna cosa. Giró la mirada en varias direcciones para verificar su paradero: efectivamente, era una cueva. Oscura y cochambrosa. Incluso aclaró la duda que había alcanzado su cerebro por el instinto innato de supervivencia: no hay una posible salida. Aunque como consuelo, el camino es suficientemente ancho como para que ella pueda caminar sin tocar la superficie a sus costados. El trayecto a lo lejos pretende un arco, que se forma desde el suelo hasta llegar al techo. Un umbral silencioso, lo único que se oye son gotas al caer, las que a su vez, generan eco a lo largo del lugar. Hay charcos y agujeros en las paredes que pueden contarse con los dedos de las manos. Pero será mejor no meter la mano en los mencionados hoyos.

Harada Kuina es el tipo de niña que parece que su inocencia y dulzura es impenetrable. Cuya esencia de infanta, arraigaba inmunidad ante cualquier adversidad que trae consigo la vida, día con día.

Parpadeó y se frotó los ojos en señal de agobio. Respiró hondo y partió su camino. Al avanzar precisaba con curiosidad el baboso suelo que se extendía sin aparente terminal. No sólo en el piso por el que daba sus pasos, sino que además, ese estigma cambiaba de dirección a medida que transitaba. Del suelo, viajaba por el pie de las paredes, subiendo al tope de la cueva rocosa y volviendo al mismo punto. Como si la criatura que produjo el vestigio repugnante gozara arrastrarse por toda la cabida.

La pequeña de ocho años, escuchó una conversación de unas amigas. Relataban haberse topado con un cuerpo gelatinoso que las acechaba con frecuencia. Ella no sabía qué pensar al respecto, apenas y acababa de nacer hace ocho añitos. Seguro tiene temores. Pero quizá no esa clase de temores.

Llega a una encrucijada, el túnel por el que circula se divide en tres pasajes. Inclina su cabeza en señal de confusión mientras ve detenidamente. Su cara expresa incordio y sin querer analizarlo más, toma el pasillo de en medio.

A unos momentos de haberse decidido, escucha detrás, cómo un sólido es arrastrado, por el sonido de la fricción, se presume que el cuerpo es pesado. Y al volverse:

—No. No es por aquí linda. Era por la izquierda o la derecha. Ahora vuelve y toma alguno de esos caminos.

Ella se quedó callada ante la constitución de magma o aglomeración excéntrica que se presenció a unos metros. Era de color azul, y aparentemente algo escarchado. Tenía extremidades que usaba a partir de su misma conformación y un rostro cuyos rasgos imitaban las de un hombre de mediana edad. Sus facciones eran perfiladas y atractivas; carecía de anomalías faciales.

Kuina le vio desde la cabeza hasta donde su borde tocaba el suelo. No gritó ni se alarmó. Ni siquiera estaba nerviosa. ¿Qué era eso? Era extraño, eso era obvio. Lo único reconocible por la mente humana era el semblante característico de algún hombre común. Eso y que inclusive poseía un cuello, uno largo. Y su cuerpo era lo que producía una laguna en la mente de Kuina. Su cerebro no lo procesaba. No obstante, no se presentaba el miedo pero ni por un segundo.

Después de unos segundos que ambos seres intercambiaran miradas, Kuina se inclinó. Planeaba aproximarse. En reacción, la cosa le dijo:

—Sabes. No tomes el camino de la izquierda. Mejor el de la derecha. Ya lo sabes.

El pasaje bajo el cénit.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora