Capítulo 40: El juicio (editado)

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Helene, a pesar de que amaba la compañía de su compañero, le había pedido que aquella vez se quedara en casa. Él era diferente para ella, lo sabía, como también sabía que no soportaba cómo la miraba cuando hacía algo que costaba vidas y gozaba de ello. No era que Helene hubiera ido para derramar mucha sangre, solo de ser necesario, o si su impulsividad la llamaba a tomar acciones de las que luego podría arrepentirse.

Acababa de llegar al palacio, y todo lo que sus ojos vieron era exactamente como lo recordaba, aunque Helene no había ido mucho en los últimos años, solo visitas de cortesía en bailes. Había sido diferente una vez, cuando ella y el duque habían sido amigos, aunque su amistad de la infancia había desaparecido. Él la había traicionado una vez, aunque en ese momento, Helene no le guardaba ningún rencor, ya que había acabado saliendo ganando.

Salió del carruaje y un séquito la esperaba a las puertas. Henry entre ellos. Se veía pálido, con ojeras prominentes... Era una pena que hubiera sido su hija.

—Su excelencia —Henry hizo una reverencia pronunciada, pero ella hizo un gesto con la mano para que dejara de hacerlo.

—Henry, me alegro de verte, aunque las circunstancias no sean las mejores —A veces, el duque se encontraba con versiones diferentes de una misma mujer, y nunca sabía qué esperar de cada una de ellas.

—Por favor-

—Quiero ver a Dylan —dijo ella antes de que Henry pudiera suplicarle —. He oído que está en las mazmorras.

Por supuesto que ya estaría enterada de todo, pensó él.

—Sí, es cierto, aunque el viaje ha sido largo estoy seguro de-

Ya, Henry —Él asintió.

—Llevad el equipaje de la duquesa a sus aposentos —Ordenó a los criados, y le dijo a ella —. Seguidme.

Helene sonrió —No hará falta, conozco el camino.

Helene se aventuró por sí sola por los pasillos que conocía como la palma de su mano. No prestó ninguna atención a los nobles que quisieron entablar una corta conversación con ella o a los sirvientes que se inclinaban al pasar a su lado. En escasos minutos, ya estaba bajando por las escaleras, con una precaria iluminación de las antorchas colocadas a varios metros unas de las otras.

Helene no hizo caso a los silenciosos lloros que escuchó de una de las celdas, ya que no le importó, sin embargo, se acercó a la que tenía en frente, en la que un joven hombre estaba recostado en el camastro, con la espalda apoyada en la pared de piedra.

—Milord —lo llamó ella, haciendo ruido con las rejas oxidadas. Él, que había estado con los ojos cerrados, los abrió y la miró. Tenía mal aspecto.

—Su excelencia, habéis llegado.

—Sí, aunque no esperaba tener que encontraros así —Helene caminó delante de la celda, de un lado a otro —. Me decepcionáis.

—Yo he hecho mi trabajo lo mej-

—No, no, no, no —Ella movió su dedo índice de un lado a otro —. No hablo de eso.

Los ojos de Dylan se agrandaron.

—Supongo que no sabías que me ocupo yo de la unidad antimagia —comentó ella cruzándose de brazos —. Mi hermano ya tenía mucho de lo que ocuparse.

Dylan se tensó.

—Soy capaz de perdonar, sabes —continuó Helene—. Que me traiciones, que mates a mis subordinados, quemes mis propiedades e intentes destruir mis operaciones... Lo soy, el perdón está dentro de mis capacidades...Pero ándate con cuidado, porque da igual lo que intentes, siempre estaré arriba de ti.

El grimorio robado (La corte de los desterrados #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora