Septimo iam sequuturo.

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Era la primera vez que tenía esa sensación. Mi garganta estaba como… ¿enferma? La verdad es que no sabría con que compararlo. Cada vez que tenía que hablar solo salía un hilito muy fino de voz, como si tuviese una pelotita que me impidiera continuar.

Esto comenzó después de la muerte de mi padre. Falleció muy joven para la medida estándar, 146 años. La causa de muerte, infelicidad.

 El sufría de infelicidad en el corazón desde que nació, la causa es que su madre biológica no le había dado cariño. Creyeron que cuando fue adoptado iba a mejorar. El doctor le recetó una dosis de felicidad, tres capsulas de amistad e inyecciones de cariño cada cuatro horas para todos los días y el siempre cumplía con sus medicamentos.

Siempre supe que era diferente a los demás. El no nos trataba como el resto de los padres. Lo que sentía cuando estaba con mi madre, mi padre y mis hermanos era como que mi cara se contorsionara  y hacía como una sonrisa pero llegada al extremo.

Esta vez era  horrible. Mi pecho comenzó a doler y sentía que de los ojos me estuviera a punto de llover. Mi respiración cambió rápidamente y me sentí sin fuerza. Capté la atención de alguien en la calle, un hombre de casi mi misma edad, con ojos castaños y pelo revuelto.

-¿Se encuentra bien?-soltó rápidamente.

No podía contestar. Sentía las mejillas mojadas y cada vez iba empeorando. Mi seño se puso rígido, mi cuerpo me temblaba y tenía como pequeñas convulsiones en el pecho.

El hombre empezó a gritar: _ ¡Un psicólogo por favor! ¡Es una urgencia!

Inmediatamente captó la atención de todos los presentes en la calle. Una señora se acercó diciendo que estaba estudiando la carrera en la universidad. Cuando me vio la cara se sorprendió muchísimo. Empezó a explicar que era de necesario la asistencia de profesionales.

La universitaria comenzó a pedir que todos los expectantes se rían así yo me contagiaba pero no funcionó. Luego intentaron con chistes y cosquillas pero aún así seguí con los síntomas.

Los psicólogos llegaron rapidísimo. Empezaron a anotar lo que me pasaba y la teoría de la futura médica. Los psicólogos me hacían preguntas como cuándo comenzaron los síntomas, qué sentía en el momento y si sufría de infelicidad o algún pariente cercano lo hacía. Fue en ese momento que estallé y no me pude controlar más.

Todos intentaban hacer cosas que no mejoraban mi situación, todo menos el hombre de ojos castaños que solamente me miraba a los ojos.

De un momento a otro se lanzó a mí y colocó sus brazos alrededor de mi cuerpo. La sorpresa fue muy grande no solo para mí sino que también para los que presenciaban la ensena.

Me dejé llevar y me acomodé en su pecho. De alguna extraña manera me sentía protegida por un completo extraño y más aliviada.

Una mujer a su lado hizo lo mismo y de a poco todos se fueron uniendo. Con cada persona que se unía me sentía mejor, ya no me salía agua de los ojos por esa fea sensación, ahora tenía una sonrisa en el rostro y un nuevo sentimiento descubierto.

La calle era un absoluto silencio excepto por el leve sonido de las respiraciones combinadas y el fuerte palpitar de los corazones. Ahora estábamos todos juntos, sin conocernos, sin juzgar.

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