Madness

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El tren comenzó a moverse. Él observó como este se alejaba con velocidad.
La buscó con la mirada, sus ojos analizando a cada pasajero en milésimas. Pero no la vio. ¿Dónde estaba?

Su expresión de puro nerviosismo cambió a una de agonía. La tristeza invadía todos sus sentidos, y un dolor inexplicable rompía su corazón.
Todo se nubló, sus ojos emborronaban toda imagen que su retina era capaz de captar. La eriza apareció en sus recuerdos; pero estaba enfadada, decepcionada; no feliz y emocionada como siempre aparentaba.
Lo había fastidiado todo. Su relación se rompió en ese instante en el que se percató de que ella se había marchado para siempre. La felicidad que alguna vez logró alcanzar se sentía lejana, otra vez. La desesperación derrotó a todo positivismo que la rosada le había enseñado a anteponer sobre cualquier sensación. Y se sumió en su abandonado universo.

En su mente retumbaba esa adictiva melodía comprendida en graves ondas electrónicas que lo empujaban cada vez más lejos de ella, quien se la llevaba sin ningún miedo a la verdadera oscuridad que ni las luces del metro eran capaces de iluminar.
Su paraíso había desaparecido.

'¿Y ahora qué hago?' Se preguntó el veteado, perdido. 'Ya no puedo volver a mi antigua vida, es imposible. Ya no hay nada que hacer'.
Cerró los ojos, escuchando el bullicio que producían los recién llegados vándalos, preparados para destruir todo cuanto encontraran. Algunos no tenían razones, otros reclamaban y protestaban; pero todos eran iguales, destruían de manera precipitada y sin ningún plan. Lo único que deseaban era destruir ese horrible mundo lleno de defectos, acabar con toda injusticia o maldad que les corrompiera.
Él se quedó ahí, sin prestarles la más mínima atención. Ellos lo ignoraron, despreocupados de lo que les pudiera hacer.

El tiempo transcurría. El tren avanzaba. Los vándalos avanzaban. Ella avanzaba. Él no avanzaba, ni retrocedía. Él estaba sumido en ese trance que bloqueó cualquier progreso o regreso que pudiera realizar.
No lloraba, ni sonreía, ni siquiera parpadeaba. Era como un cadáver, no vivía. ¿Cuánto duraría en ese estado?

Un taconeo fue lo único que pudo reconocer en medio de ese silencio. Ese taconeo que tantas veces había escuchado. Su taconeo. Inspiró profundamente y abrió los ojos, siendo capaz de verla pasar por su lado derecho sin inmutarse. Él la siguió con la mirada. Su cuerpo percibió los deseos de su conciencia de continuar con ese seguimiento, y reaccionó. Su torso giró al otro sentido; su cadera, por tal movimiento, giró. Sus piernas, mirando ahora a su nuevo frente, comenzaron a alternar movimientos contrarios para poder caminar.
El revivido erizo emprendió la marcha nuevamente, para seguir al amor de su vida. Ni la llamó, ni antepuso su ego. Simplemente, la siguió.

Ella no decía nada, ni miraba para atrás. Sus pasos eran rápidos, y su ritmo no descendía. Parecía como si estuviera siguiendo un alma. Pero sus tacones resonaban al chocar contra el suelo, y dudaba de que fuera su imaginación.

La caminata se volvió extrañamente larga, pero para su sorpresa, nunca salieron del metro. Estación tras estación, la eriza continuaba su trayecto como si no tuviera nada más que hacer. Él no se cansaba, pero sí ansiaba tenerla en sus brazos otra vez. Deseaba preguntarle si se quedaría una vez más con él y si lo perdonaría por sus errores, que procuraría no cometer para poder siempre tenerla a su lado, y respetarla.

Los policías llegaban; los vándalos se asustaron, pero no se rindieron. Preparados para luchar, alzaron sus armas y se dirigieron a ellos con estrepitosa fuerza. Los policías, mostrando autoridad, alzaron sus armas al igual que ellos. Los perros fueron soltados, y se lanzaron a derrumbar a los alocados criminales.
Ella volvió la mirada, y la clavó en él. Una luz más potente los iluminó, tanto a la salvaje lucha entre ambos grupos como a los dos erizos. Lo tomó por los hombros, y le gritó. Le gritó con agresividad, ferocidad, honestidad. Él resistió como pudo, pero no le impidió tal grito. Su rabia estaba escapando con velocidad, con la energía que debía desechar cuanto antes. Su ceño fruncido no variaba, y la enrabiada mirada quemaba con sólo notarla. Tomó sus brazos fuerte, reteniendo ahora los bruscos movimientos que buscaban dañarle. Ella no desistió, pero tampoco luchó con toda su fuerza. Y la luz volvió, pero no eran del metro. Era del túnel. El azabache permitió que esta llenara su cuerpo, el cual se calmó y aclaró con rapidez. La rosada tranquilizó sus golpes, y dejó de asestárselos sin descanso, desapareciendo esa sensación de inquietud incontrolable. Sus miradas cambiaron de rabia, tristeza y desesperación a expresiones llenas de paz y claridad, brillantes y sin dudas. Unieron sus ojos, encontrando ese amor que tanto deseaban expresar, para después unir sus sedientos labios, que danzaron necesitados al notar el primer roce entre ellos.
Detrás de los dos erizos, tanto la policía como los criminales no rindieron su combate, que intentaban controlarse sin fin alguno más que por su propio orgullo y obligación. En el centro, el azabache y la rosada mostraban su amor y su equilibrio, sin siquiera buscar la toma de control entre ambos.

Al separarse, bastó con sólo una sonrisa proveniente del otro y una suave caricia en las mejillas, para perdonarse y prometerse amor eterno.
Porque su amor era pura locura.
Se necesitaban. La necesitaban.

Their Love. Their Madness.

Lil' One-shots || Shadamy ♥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora