Acepté ver la colección de muñecas sólo por cortesía. La vieja acababa de adquirir varios de los collares artesanales que fabrico y vendo de puerta en puerta. Ello me hacía sentir comprometido. Además, entre las reglas básicas de todo vendedor exitoso está la de nunca contrariar al cliente.
La casa era humilde, pero lucía ordenada y limpia. Había jarrones con flores frescas, algunas imágenes religiosas colgaban de las paredes y una radio antigua descansaba en un rincón. Por algún motivo que no era capaz de comprender, el lugar me resultó sombrío.
Me levanté del sillón forrado de plástico y me dejé conducir por un estrecho pasillo hasta una puerta cerrada con llave. La vieja la abrió y entramos a una habitación en penumbras. El intenso olor del perfume de violetas hizo que se me revolviera el estómago. Entre las sombras distinguí a las muñecas. Había de todos los tipos y tamaños. Algunas se apretujaban en los entrepaños que cubrían las paredes, otras se encontraban arracimadas en un diván, recargadas contra la pared o sentadas en el piso apoyándose las unas en las otras.
La vieja no ocultaba su orgullo:
-Aquí están mis nenas.
-Es impresionante --afirmé fingiendo entusiasmo--. ¿Cuántas tiene?
-No estoy segura. Hace mucho que perdí la cuenta, pero seguro son más de mil.
Caminé entre esa multitud de rostros infantiles. Mi anfitriona descorrió las cortinas para aclarar un poco el cuarto. Vi cientos de muñecas, rubias y morenas, de trapo y de plástico, con el pelo lacio o rizado, con sus zapatos brillantes, y sus vestidos impecables.
-Ésta es una de las primeras que tuve -dijo la vieja señalando una figurilla llena de encajes en cuyo rostro se advertía el brillo de la porcelana-. Mi papá la mandó traer directamenre de Francia cuando cumplí diez años. Y esa otra, la que tiene la falda bordada, me la regaló mi hermano Francisco cuando estuve enferma. Eso fue en el año... Déjeme recordar...
La frangancia de violetas resultaba intolerable. Me sentí mareado, pero no quise interrumpir las explicaciones de la vieja, que hablaba sin parar sobre su colección. Yo veía sin mirar, paseaba la vista sobre la masa de cuerpecitos inertes que ella había ido acumulando a lo largo de los años y de los que se expresaba con tanta familiaridad. Entonces fijé mi atención en dos muñecas que se distinguían del resto por su absoluta falta de gracia. Eran dos monigotes con los brazos torcidos, la cabellera maltratada y la cara cenicienta.
Me acerqué para observar las esperpénticas figuras. Ambas estaban vestidas de azul y llevaban listones rojos en la cabeza. Parecían fabricadas de cartón o de arcilla sin cocer. La boca se abría para formar una mueca de desesperación. Al aproximarme más noté que las dos tenían oscuros agujeros en donde debían estar los ojos y la nariz. Fue entonces cuando percibí, mezclado con el aroma de las violetas, un peculiar hedor. una exhalación putrefacta. Retrocedí asustado.
Mascullando una excusa, salí de la habitación. Al pasar por la sala tomé la caja con mis collares y, sin mirar atrás, me lancé a la calle a toda prisa. Las palabras de la vieja resonaban en mi interior:
"Aquí están mis nenas".