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En cuanto llego a la casa, suelto los libros en el suelo y voy directo a la computadora

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En cuanto llego a la casa, suelto los libros en el suelo y voy directo a la computadora. Empiezo por teclear nuestra dirección en Google, y no necesito más. Al instante aparece el artículo del Addison Gazette.

Trata sobre nuestra casa y explica que por fin fue comprada -por mis padres- después de años de venta. Por lo visto, no somos los primeros en vivir aquí desde el célebre baño de sangre. Otras familias habitaron la vivienda, por lo que no tardaron mucho en salir corriendo: la primera, a los seis meses; la segunda, a los seis años. Los miembros de ambas aseguraron que de noche ocurrían fenómenos extraños.

El artículo continúa narrando la historia de la casa y lo que sucedió veinte años atrás. Luna y Jimin tenían razón. Un chico de diecisiete años murió asesinado aquí. Encontraron su cadáver en la bañera; lo habían golpeado en la cabeza con una palanca de hierro.

— Jeon Jungkook —leo el nombre de la víctima en voz baja. Un regusto amargo me inunda en la boca. Cierro los ojos, tratando de mantener la calma mientras recuerdo la chico que anoche se me apareció en sueños.

Dijo que se llamaba Jungkook.

Según el artículo, Ha Neul, la madre de Jungkook, estaba en casa cuando ocurrió todo; pero ella también le habían propinado una paliza tremenda. La policía la había encontrado acurrucada en el armario del vestíbulo, en la planta baja, apenas con vida. Continúo leyendo y voy acumulando información del asesino: en efecto, era el novio de la madre; tenía antecedentes penales por delitos de maltrato doméstico y en la actualidad se halla en la cárcel, condenado a cadena perpetua.

Giro hacia atrás la cabeza y contemplo mi habitación mientras evoco las imágenes de mi sueño -los recuerdos de los Bruins y la ropa de cama azul marino-. Y, de alguna forma, sé que éste era su dormitorio, lo que empuja a seguir buscando en red.

Acabo en una página web titulada Viviendas encantadas en Corea del Sur. Me desplazo hacia abajo y encuentro una foto de mi casa. Básicamente tiene el mismo aspecto en la actualidad- el mismo tono marrón, los mismo escalones de madera, el mismo buzón metálico de color negro- , sólo que ahora el arce junto a la fachada es mucho más alto. Y la ventana de la segunda planta -la de mi habitación- ya no está sellada con tablas.

Se me pone la piel de gallina.

Navego por unos cuantos sitios más en la busca de información sobre los fantasmas y lugares encantados, descartando los mensajes individuales quienes aseguran estar poseídos de Elvis, Marilyn Moroe o Kurt Cobain, hasta que por fin doy con algo que vale la pena.

Se trata de una página que habla de fenómenos paranormales en general y afirma que los fantasmas que nos acechan lo hacen porque no pueden continuar su destino, pues tienen asuntos inacabados que deben solucionar. Se aferran a las personas que disponen de alguna clase de percepción extrasensorial y cuentan con ellas para que se encarguen de atar cabos sueltos.

De este modo, por fin, consiguen descansar.

Sólo de pensarlo se me forma un nudo en el pecho. Con una excepción de aquella vez con Emma, en realidad nunca me he considerado una persona especial en ningún sentido, y mucho menos creo que tenga poderes sobrenaturales.

— ¿__? —me llama mi padre mientras abre un resquicio de la puerta del dormitorio—. ¿Estás bien? Llevas aquí encerrada toda la tarde. Se me acaba de ocurrir que podíamos ver juntos el partido.

—¿Por qué no me lo dijeron? — pregunto, haciendo todo lo posible por respirar con tranquilidad.

Abre la puerta de par en par.

—¿Decirte qué, exactamente?

— Que esta casa está encantada, que asesinaron a un chico aquí mismo, hace viente años.

— ¿Desde cuándo crees en fantasmas?

— Desde que Jiyu murió —respondo, mientras noto que la mandíbula se me contrae.

Dirige la vista hacia el pasillo para asegurarse de que mi madre no nos oye.

—Cenaremos dentro de media hora —anuncia, en torpe intento de ignorarme.

En nuestra familia impera una norma no escrita: está prohibido hablar de Jiyu. Desde que murió hace cinco años es como si no hubiera existido. Mis padres contrataron una agencia de mudanzas que se encargó de desmontar su dormitorio y convertirlo en un despacho que nadie utilizó jamás. Mientras tanto, mi madre se lanzó la cabeza a su trabajo en la fábrica de golosinas, aceptando todos los turnos posibles con objeto de no disponer de tiempo para pensar. O de no estar en casa. Con objeto de conseguir un entumecimiento generalizado.

Con el transcurso de los años las cosas han mejorado en cierta medida, pero mi madre no ha vuelto a ser la misma.

Y me figuro que yo tampoco.

Una parte de mí me culpa del accidente de Jiyu. Aquel día me había pedido prestados mis patines de ruedas para practicar piruetas en el camino de entrada. Pero le dije que no. Y Jiyu decidió dar una vuelta en bicicleta. Se dirigió, sola, al parque, y atravesó un cruce principal sin mirar.

No regresó a casa.

— Te hice una pregunta —insisto, clavando las pupilas en la mejilla de mi padre. Se niega a mirarme a los ojos.

— Está es una buena casa, en la que vive gente buena —responde, hablándole a la pared—. Fin de la historia.

— Nada del fin de la historia —sacudo la cabeza de un lado a otro—. ¿Por qué no me lo dijeron?¿ Es que no se les ocurrió que de todas formas me enteraría?

— No creemos en fantasmas —asegura él.

— Un momento —replico yo, contraatacando—. Ustedes no creen en fantasmas.

— Cenaremos en media hora —repite cerrando la puertas tras de sí.

Respondo que no tengo hambre, pero no creo que me oiga.

Porque ya se ha alejado de la habitación.

Porque ya se ha alejado de la habitación

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Como otro mundo | J.JungkookDonde viven las historias. Descúbrelo ahora