VI

961 242 129
                                    

Al verme solo en nuestro hogar, bebí hasta perder el conocimiento. Amanecí con dolor de cabeza, náuseas y un dolor inmenso en el alma y en el corazón.

El gran amor que había llegado a mi vida se había ido y al ver la habitación del inquilino también vacía, supuse que con él. Mi mente se balanceaba entre el dolor físico, el emocional, la ira y la desesperación.

Tomé una ducha en estado medio dormido, no podía aceptar que ella se hubiera ido, no, yo no podía vivir sin ella.

Cuando me estaba vistiendo vi que sobre nuestra mesa de noche estaba su argolla de matrimonio; la había abandonado como si fuera cualquier objeto sin importancia. ¿Y la santidad del matrimonio dónde había quedado?

Eso me sacó la tristeza para dar paso a la furia; ella no tenía el derecho de tratar nuestra unión como un simple objeto que desechas cuando ya no sirve. Miré la argolla igual que adornaba mi dedo.

Ella me pertenecía, ella juró amarme frente al altar y era mía, quisiera o no. Son las leyes de la vida y ella no podía simplemente largarse.

No fui al trabajo ese día y en cambio fui a la pastelería donde trabajaba. Una parte de mí esperaba que no estuviera por estar tal vez en donde sea se que hubiera ido a vivir llorando por acabar lo nuestro, pero más enojado me sentí al verla atendiendo a sus clientes con una sonrisa tranquila, como si nada molestara su mente.

Me vio antes de que yo entrara y la sonrisa se le borró.

Caminé hasta una de las mesas y por obligación tuvo que acercarse. "¿Qué se supone que haces?", le pregunté con voz baja pero siseante por la rabia. "Quiero el divorcio", fue toda su contestación y se alejó.

Se metió tras el mostrador donde tenía el apoyo de sus compañeras y me fui de allí, sin disposición alguna de ceder a su petición. Así como se necesitan dos para empezar una relación, también para terminarla y no estaba dispuesto a dejarle el camino libre.

Fui a verla a la pastelería varios días seguidos pero sin entrar, la miraba desde afuera, desde el ventanal. Cada tarde le pedía a cualquier persona que pasara frente a mí que le llevara un lirio de mi parte; todos me sonreían y me hacían ese favor, considerando el gesto tierno y romántico.

Si todos pensaban que era romántico, ¿por qué ella no?

Perdí mi empleo por dedicarme a observarla. Los ahorros que tenía aún me alcanzaban para sobrevivir otro buen tiempo y no podía evitar el déjà vu que sentía cada vez que ella notaba mi presencia; esa mirada temerosa ya la había visto dos veces antes en amores anteriores a ella. Me pregunté si todas mis relaciones estaban destinadas a terminar de la misma manera.

Me puso una orden de restricción así que tuve que ser más cauteloso al observarla y dejar de enviarle lirios; no era un delito si nadie se enteraba de lo que hacía.

Tan solo tres semanas después de que se fue de casa y mientras la miraba desde las sombras, vi que el inquilino llegaba a visitarla con un ramo de rosas. Enfurecí. «A ella le gustan los lirios, no las rosas», quise gritarle.

Mis sospechas de hacía meses se confirmaron cuando ese joven la besó al entrar a la pastelería. Sus besos, cariño y postres azucarados, antes dedicados a mí, ahora iban dirigidos a él mientras que mis lirios sin entregar seguían teniendo su nombre.

Me fui de allí y por tres días enteros en los que me sumí en la bebida y la furia, no fui a verla.

Al cuarto día tuve una revelación: ella era de mi propiedad y él la tenía ahora, me la había robado y yo no podía vivir con la derrota y la humillación de su abandono.

Cuando me miré al espejo esa mañana me repudié; mi barba había crecido, mi cabello estaba despeinado y sucio, además de los ojos vidriosos y el mal olor que tenía por beber tanto y asearme poco.

Me dije a mí mismo que ese era mi límite  y que era momento de cortar el problema de raíz. Me afeité completamente la barba, me rapé el cabello y tomé una larga ducha sin dejar de sentir cómo la rabia palpitaba a través de mis latidos.

Cuando estuve repuesto y luciendo como una persona cuerda de nuevo, salí de casa decidido a no perderla a ella por otro hombre.

En nuestra boda, cuando el amor mutuo nos llenaba el alma de calor, el cura dijo "Hasta que la muerte los separe" y ella y yo aceptamos. En ningún lado se estipula que también nos podemos separar por un tercero, por un amante, por un amigo o amiga o por los problemas que surjan en el camino.

No, solo la muerte iba a separarnos y yo no estaba dispuesto a aceptar alguna otra cosa.

No, solo la muerte iba a separarnos y yo no estaba dispuesto a aceptar alguna otra cosa

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Delirio de amor  •TERMINADA•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora