IV

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Ni del odio al amor ni del amor al odio hay un paso, de hecho, yo considero que es imposible odiar a quien alguna vez amaste profundamente o visceversa. Desprecio, ira, rencor, tristeza, sí, pero ¿odio? No.

A ella no la odio y nunca lo haré, pero el resto de emociones sí tomaron su nombre con el paso de los meses.

El joven que alquiló nuestra habitación era un universitario un par de años menor que ella pero de apariencia mayor, muy alto, algo robusto y en general, bien parecido.

Yo confiaba tan plenamente en ella que nunca se me pasó por la cabeza la idea de que algo pudiera interponerse entre nosotros, mas las cosas empezaban a cambiar.

Al principio no lo noté, pero luego, cada vez que llegaba de trabajar me era imposible no ver esas sonrisas que compartían cuando "casualmente" se cruzaban en el cuarto de lavado o en uno de los pequeños pasillos de la casa. La manera en que él pronunciaba el "Señora" para dirigirse a ella y ella riendo le corregía y le decía que la llamara por su nombre de pila.

Durante el primer mes de su estancia en nuestra casa me limité a observar y a detallar cómo sus besos dejaban de ser totalmente entregados, cómo su sonrisa dejaba de tener mi nombre y cómo, a la hora de tenerla en la cama, su actitud era más rutinaria que placentera.

Un viernes, el joven inquilino anunció que iría ese fin de semana a visitar a su familia y ese mismo sábado, le hice el reclamo a ella. Empecé con calma, preguntándole qué pensaba de ese joven y ella se limitaba a adjetivos generales como "es muy amable", "es cumplido con el pago de la renta", "es juicioso en sus estudios".

Estaba recostada en nuestra cama con su atención dividida entre mi pregunta a la que al parecer respondía con indiferencia y una revista que reposaba en sus manos; yo estaba en la puerta del armario, quitándome el traje para poder acostarme a descansar.

Le seguí increpando con preguntas sobre él y a cada respuesta con fingida despreocupación que me daba, me enojaba más. Yo no era ciego y ella quería verme la cara de idiota. Me hubiera bastado que admitiera por lo menos que lo consideraba atractivo, pero me negaba todo como si tuviera mucho que ocultar.

De un momento a otro, exploté y le grité que dejara de mentirme. Se sobresaltó y botó su revista sobre su regazo para dedicarme una mirada aterrada que nunca le había visto.

Me pidió calma y su voz empezó a temblar. Le pregunté de nuevo con un siseo furioso y una vez más, me negó cualquier tipo de evento inapropiado con el inquilino.

Me sentí sumamente ofendido y con la sangre hirviendo en mis venas, la abofeteé.

Mi respiración estaba pesada y resonaba en mi garganta en forma gurutal, sentía que de abrir la boca no me saldrían palabras sino gruñidos.

Ella cubrió su cara en medio de sollozos, quizás pensando que iba a golpearla de nuevo y ganas no me faltaron, pero estaba cansado física y emocionalmente y solo me acosté a dormir a su lado.

Delirio de amor  •TERMINADA•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora