Creo que todo comenzó hace un mes. Y digo "creo" porque los números no se me dan bien, y generalmente no sé en qué día vivo.
La cuestión es que yo quería como regalo de reyes un móvil nuevo. No pedía un iPhone X, pero sí algo que no se quedase en blanco más veces que mi mente en un examen. Un teléfono al que la batería le durase más de dos horas y que no estuviese más obsoleto que la cámara analógica de papá. Aunque fuese uno de esos smartphones chinos. Pero algo.
El problema es que, cuando yo me atreví a pedirle a mi señora madre y a mi señor padre esto; la respuesta fue tan contundente que me dolió en el alma: "Solo si sacas un diez en una asignatura, la que tú quieras". Me cago en la puta. Tú ahora mismo estarás pensando "pero será quejica, si eso es fácil". Sí, es fácil para ti, amigo estudiante afortunado. No para mí. No soy una persona que destaque precisamente por sus notas. De hecho, tengo las peores calificaciones de mi clase. Bueno, está Annie, pero ella no cuenta porque ni siquiera entiende el idioma.
En fin, que tenía dos opciones:
1. Estudiar como una desgraciada, el camino fácil y natural que cualquier persona con dos dedos de luces seguiría.
2. Olvidarme de mi móvil nuevo.
Como era de esperar, ninguna de las dos soluciones me agradaba. Me levanté de la silla de mi escritorio y rebusqué en el cajón durante cinco minutos mi boletín de notas del curso pasado. Tuve que soplar, de hecho, porque tenía más polvo encima que la tumba del faraón.
Ojeé las asignaturas que cursaba con el fin de encontrar la que era más factible de tener nota alta sin hacer mucho esfuerzo. Rápidamente descarté inglés y francés; porque yo me quedé en el "yes" y en el "bonjour" respectivamente. ¿Matemáticas? Imposible. A día de hoy sigo comprobando que dos más dos sea cuatro en la calculadora. Lengua igual a sintaxis. Sintaxis igual a suspenso. Con respecto a física y química, si yo te contase por dónde me pasé la tabla periódica de los elementos...
En fin, que me quedaban dos: Historia y biología. La primera era mucho de estudiar y mi nota más alta había sido un cinco con tres.
Biología era mi única esperanza.
Eso sí, había un ligero problema con esta. Seguro que estarás pensando que mi biología es como tu biología: Te hacen un examen preguntándote las partes de la célula, cosas del ADN, un poquito de ecosistemas y otro poquito del cuerpo de los murciélagos. Pues no. En mi instituto no era así. Y no era así porque a mi fantástica profesora, Megan Turner, no se le había ocurrido otra cosa mejor que evaluar mediante un maravilloso proyecto que cambiaba cada año. Generalmente era una asignatura regalada, donde el aprobado dependía del estúpido proyecto que era apto para niños de unos cinco años. El curso pasado, tuve que hacer una célula con una bola de corcho, poniéndole con palillos y demás materiales sus respectivas partes. Dejando de lado que mi célula procariota parecía más un espermatozoide, todo fue bien.
El proyecto de este año era ligeramente distinto: Consistía en cuidar de una semilla —desconocía de qué— hasta que brotase. En el momento en el que algo saliese de la tierra, obtendríamos un maravilloso diez. Era tan simple y tan sencillo que casi lloré de la emoción en ese instante.
Así que ese mismo día le pedí a la profesora una semilla, compré algo de turba en la floristería y me las apañé para plantarla en un macetero marrón que me prestó mi abuela. Pasé toda la tarde leyendo en internet consejos para cuidar plantas, al punto de que si yo fuese un sim mi habilidad de jardinería habría alcanzado el nivel 10.
Todo era maravilloso. Me sentía hasta realizada. Mi planta era ahora como mi hijo, y lo hacía todo con ella. Hasta le enseñé mi colección de chapas. También le contaba cuentos. Mis padres estuvieron barajando la posibilidad de llevarme al psicólogo, porque aquella obsesión no era normal. Yo no les hice caso. Nunca había estado tan motivada, y aquella planta se convertiría dentro de poco en un móvil nuevo.
Y más o menos todo parecía que saldría bien, porque al cabo de un tiempo un brote verde apareció en el macetero.
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Lie ©
FantasySentí unos fuertes brazos rodearme. Sonreí y me abracé más al robusto cuerpo que descansaba en la cama junto a mí. Pegué mi nariz contra su cuello y un olor a madera me inundó. Luego recordé que yo no ligo ni a la de tres, y que los hombres no huele...