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Nochevieja: ese precioso último día del año, donde la familia se reúne para cenar y en muchos países la retransmisión de las doce campanadas por los últimos doce segundos del año es el momento más esperado. 

Faltaban tres horas para que el año se fuese a tomar por culo, y yo me encontraba en la cocina rebuscando entre las bolsas que habían traído mis familiares; las cuales contenían botellas de diversos tipos que apuntaban a una borrachera próxima. La mitad de mi familia realmente necesitaba acudir a Alcohólicos Anónimos, pero esa tarea no estaba entre los propósitos de año nuevo de ninguno de ellos. De momento, a mí me venía bien: a más botellas y latas, más chapas para mí. 

Sentí una presencia tras de mí y me di la vuelta con rapidez, para encontrarme con la mano arrugada de mi abuela tapándome la boca.

—Carolina, no digas nada —. Que mi abuela Amparo aprendiese a decir correctamente mi nombre tampoco entraba en sus propósitos de año nuevo. A ella lo de Caroline le sonaba a guiri, y odiaba profundamente a mi padre por no haber usado la versión española del nombre. —Esto queda entre tú y yo.

Me soltó y metió la mano por el cuello de su camiseta, rebuscando casi con total seguridad en su sostén. La escena me avergonzó e incomodó a partes iguales, pero aquellas emociones se esfumaron cuando de su ropa sacó dos billetes de cincuenta euros.

—Que tus padres no se enteren, que se supone que estás castigada. 

—Oh, joder, abuela; ¡eres maravillosa! —exclamé feliz. Una palmada demasiado fuerte de mi abuela en la boca me devolvió a la realidad.

—No digas palabrotas, coño. 

—Vale.


Faltaba una hora para fin de año. Todos estábamos sentados alrededor de la mesa.

—Vaya personajes, Alaska y Mario Vaquerizo. ¿Y que siempre tienen que estar por ahí chupando cámara? —comentó mi tía Dolores mirando la tele. Su marido, Daniel, cambió de canal.

—Es tu culpa, para qué pones telecirco... —reprochó.

—Oye, pues a mí me gusta —rebatió Carlos, mi primo. Tenía diez años y de mayor quería ser tronista. 

—¿Le dejas al niño que vea esa porquería? —Daniel miró a su cuñado, Javier, que se encogió de hombros.

—¿Qué quieres que le ponga? ¿El National Geographic? Desde que te han dado trabajo en la Universidad estás más borde...

—Por lo menos traigo dinero a casa y no necesito que mi mujer me mantenga. 

—Callaos, joder —les regañaron al unísono mis tías Dolores y Remedios.

—Mami, me hago caca —advirtió la pequeña Isa. Remedios la cogió en brazos y abandonó el salón.

—¡Santo cielo, mira el vestido de la Pedroche! —exclamó de pronto Dolores. 

—Es TT en Twitter —informó Raquel, mi otra prima, por parte de Daniel y Dolores.

—¿Qué es titer? —preguntó mi abuelo.

—Es la maquinita esa de los juegos de peleas —respondió mi abuela.

—No, abuela, eso que dices es el Tekken —corrigió Carlos.

—En mis tiempos se jugaba a las chapas —dijo Daniel cruzándose de brazos.

—¡Te apoyo, tío! —grité chocándole los cinco.

—Menos chapas y más aprender a fregar —rió Carlos con malicia.

—Te estrello la cabeza en el plato como vuelva a escucharte decir eso —Raquel le fulminó con la mirada.

—La educación que le dan al hijo... —murmuró Daniel por lo bajo.

—¿Te callas ya, so' tonto? —le preguntó Javier.

—¡Voy a ir a por las uvas! Qué emoción, ¿habéis pensado qué doce deseos vais a pedir? —cambió de tema Dolores.

—Una hija más lista y más honrada —respondió mi padre.

—¡Papá! ¡Te he dicho que yo no mentí!

—Cerrad el cajón de mierda, please —rogó Raquel, que se empezaba a hartar de todo. La pantalla de su móvil se iluminó y le echó un vistazo a su móvil. —¡EL CRUSH ME HA RESPONDIDO UNA HISTORIA DE INSTA!

Raquel abandonó también la sala a toda velocidad.

—¿Qué dice de Iniesta? —preguntó el abuelo.

—Algo de que ha tenido un accidente, crash es eso, ¿no? —mi abuela sonaba dudosa.

—¿¡Iniesta ha tenido un accidente!? —Remedios entró en ese momento con la niña en brazos y un pañal cagado en la mano.

—¡Aleja eso! ¡Qué asco! —exclamó Carlos.

—Pues anda que tú no echabas mierda de pequeño —le rebatió su madre.

—¡Que no habléis con esas palabras malsonantes, me cago en la puta hostia ya! —chilló la abuela.


El tiempo pasó entre conversación, comida y más conversación. Como era de esperar, mi padre y mi tío Javier no aguantaron sin abrirse una cerveza. Ambos me dieron sus chapas y sonreí ampliamente. Faltaban cinco minutos para año nuevo, y las doce uvas de todos ya estaban sobre la mesa.

—Voy a ponerlas con mi colección, ahora vuelvo.

—No tardes que dentro de nada dan las campanadas —informó mi madre.

—Ya, tan lenta no soy.


Corrí escaleras arriba y recorrí el pasillo hasta la puerta del fondo, la de mi cuarto, que en ese momento estaba cerrada. La abrí y lo primero que pensé fue que algo raro estaba pasando. En la oscuridad del cuarto, dos pequeñas luces intermitentes resplandecían vivamente. 

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⏰ Last updated: Feb 23, 2019 ⏰

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Lie ©Where stories live. Discover now