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Son las 21:00 cuando llego a casa después de un día agotador. Lo primero que hago, como todos los días, es pasar por la habitación de Adel y Kala para darles las buenas noches. Tal y como me esperaba, están profundamente dormidos. Roi y Sara me dicen que hace ya un rato que los metieron en la cama, después de haber estado toda la tarde en el parque y darles un buen baño para limpiarles toda la arena que llevaban incrustada en el cuerpo tras haberse rebozado en ella sin parar. Nunca estaré lo suficientemente agradecido a Roi y su novia por hacerme estos favores mientras yo estoy trabajando, aunque para compensarles mínimamente, cada vez que lo hacen siempre les invito a cenar.

Mientras Roi y Sara llaman al restaurante chino para pedir la cena, no puedo evitar volver a la habitación de los niños y sentarme entre sus dos camas. Le doy un beso en la cabeza a Adel y acaricio con ternura el pelo de Kala mientras pienso en lo sumamente injusto que es el mundo y en cómo llegaron esos pequeñajos a mi vida.

Hay personas que desde que tienen uso de razón saben perfectamente a lo que se quieren dedicar en un futuro. Ese nunca fue mi caso, pero no era algo que me preocupase en gran medida. "Ya tendré tiempo para decidir" me repetía constantemente. Pero ese tiempo cada vez era menor y yo seguía sin tomar ninguna decisión. Había muchas cosas que me gustaban y probé durante algún tiempo: dibujar, tocar la guitarra, los idiomas, cantar, las letras, la sanidad... pero ninguna de ellas me apasionaba tanto como para dedicarme durante toda mi vida a ella. De pronto me encontré con que tenía 25 años y lo único que había hecho con mi vida era estudiar un montón de idiomas sin sentido. Estaba completamente perdido, así que decidí hacer un viaje de los que te cambian la vida: un voluntariado en Grecia en un campo de refugiados sirios. Estaba bastante informado respecto al tema, ya que siempre había tenido una sensibilidad especial con aquellas personas. La situación que vivían día a día los sirios era bastante alarmante y los gobiernos no hacían absolutamente nada por ellos, se dedicaban a mirar hacia otro lado. Además, el trato que se les daba a aquellas personas que conseguían escapar del infierno en el que vivían era inhumano; y era algo que me tocaba y me cabreaba a partes iguales.

Hasta el momento que llegué allí no fui muy consciente de la situación que iba a vivir durante esos dos meses de voluntariado, a pesar de haber sido advertido por mi madre, que estaba muy orgullosa de mí por tomar esa decisión, pero también temía por la vida de su hijo. Tenía miedo, mucho miedo. Y no paraba de repetírmelo.

Al llegar me encontré un lugar bastante pintoresco y con el que me mimeticé a los pocos días. Había cientos de tiendas de campaña esparcidas por allí, toallas y mantas tiradas encima del barro del suelo y algo que me llamó bastante la atención: una máquina expendedora de comida enchufada a Dios sabe dónde y furgonetas con las puertas abiertas donde vendían ropa, zapatillas, comida, mantas... Es increíble como alguien puede querer aprovecharse de esa manera de aquella situación e intentar sacar dinero de las desgracias de tantas personas que necesitan ser ayudadas. A los pocos minutos de llegar comenzamos con nuestra dinámica como voluntarios repartiendo comida, agua, té, ropa donada... y enseguida me di cuenta de que siempre, independientemente de la hora que fuese, había alguien que necesitaba cualquier tipo de ayuda. Siempre había gente que necesitaba asistencia sanitaria, siempre había alguien que necesitaba hablar con gente que le escuchase y le entendiese, siempre había alguien que tenía frío, hambre, miedo, angustia o que necesitaba que le acompañases porque estaba perdido. Siempre nos necesitaban y yo, en muchas ocasiones, me sentía culpable. Culpable por tener que decir que no, porque muchas veces no había suficiente comida, suficiente agua o suficientes recursos. Se me partía el alma cada vez que un niño me pedía comida o ropa seca y yo no podía dársela, cada vez que le tenía que decir a una mujer a punto de dar a luz que tenía que dormir en el suelo sobre una manta porque ya no había sitio para más personas o cada vez que se agotaban los recursos y muchas personas se habían quedado sin comer o beber ese día. Es entonces cuando sientes impotencia, porque por mucho que intentes hacer vas a tener que seguir diciendo que no. Porque no hay nada. No queda nada. Ni siquiera para ti mismo.

Los secretos de tu cuerpoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora