Take me to the King
No podría asegurar cuándo es que el sentimiento de soledad y extrema tristeza me invadió de nuevo, pero lo sentía tan presente que temía ya no me abandonase. Nunca había durado tanto tiempo de manera continua desde que lo conocí por primera vez, y no podía negar que era un detalle que me preocupaba. Sin embargo, no encontraba ninguna solución para echarlo de mi vida.
Al principio estaba emocionada. Apenas había terminado la secundaria y sentir tanta libertad recorriéndome el cuerpo era, ciertamente, agradable. Aún más cuando en enero me mudé de manera definitiva a Estados Unidos con el fin de gozar de un "año sabático" que, en realidad, utilizaría para perfeccionar mi inglés antes de entrar a la universidad, a pedido de mis padres. No me vi capaz de protestar cuando me lo ofrecieron, siendo que la desesperación por irme de Perú me ganaba. Así, tres días después de haber recibido el nuevo año, me encontraba en el aeropuerto de Lima esperando por abordar el avión que me llevaría a lo que, ingenua de mí, pensé como mi salvación.
Los primeros quince días fueron estupendos. Los dediqué por completo a conocer la ciudad como si de una turista se tratase, con la excusa que después no tendría el tiempo ni las ganas (no del todo mentira). Visité el famoso Bean, la biblioteca pública, el Sky Deck, e inclusive fui al acuario y al planetario. Los museos se me escurrían entre los dedos y los centros comerciales no me dejaban respirar. En esas dos semanas ni siquiera el clima frío y ventoso característico de la ciudad en invierno me detuvo de salir a "aventurar". Tengo que declarar que la felicidad que me invadió fue sincera al punto de hacerse extrañar, a pesar de que un pequeño punto negro en mi nuca luchaba por alejarla en su momento. Mas, en la madrugada del día número dieciséis, aquel punto negro ganó el combate, y el sentimiento de vacío me golpeó no solo en el pecho, sino que se dio la libertad de herirme en todo el cuerpo.
Había pasado un mes y medio desde aquello, pero no había logrado deshacerme de él. Las clases en la academia de inglés habían empezado en febrero, con lo que supuse la sensación se esfumaría, viéndose reemplazada por la emoción de hacer amigos en un país extranjero y empezar a formar una vida en Chicago. No obstante, una vez más, me ilusioné antes de tiempo sin fundamentos, y no podía evitar desear regresar cuanto antes al pequeño departamento que me habían alquilado mis padres. Porque a pesar de que sabía que, no tan en el fondo, quería conocer a alguien cargado de amor, también había algo más fuerte que me detenía. Por lo que me encerraba en un círculo vicioso de conocer a gente nueva, ilusionarme, y terminar alejándolos porque el punto negro no solo me golpeaba, sino que también me gritaba lo tonto de mi comportamiento.
Así, no pudiendo soportar más la necesidad de tener a alguien que me diese un abrazo, pero negándome a aceptarlo en voz alta porque entonces sería demasiado real, el dieciocho de febrero a las ocho de la noche tomé el subway que me llevaría desde Rosemont al centro de Chicago, con la mente por completo en blanco. Los treinta y tantos minutos de viaje fueron mi última preocupación, así que me senté al lado de la ventana y esperé. Ni siquiera me vi con fuerzas de sacar mi celular y mirar alguna red social para entretenerme. Los ojos me dolían y la cabeza me aturdía, por lo que apoyar la frente en el vidrio frío a mi costado fue, de cierta forma, reconfortante. Todo a mi alrededor ardía, como si el destino final fuese el fin del mundo en poco más de treinta segundos.
Me pesaba la existencia.
Cuando las puertas del tren se abrieron tardé en ponerme de pie y salir. Sin embargo, apenas me encontré en el andén no solo el cambio de temperatura me quemó el rostro, sino que el fin del mundo había llegado tomando la forma de una voz que a las nueve de la noche había decidido incendiar la estación Washington de la ciudad de Chicago. Y fue doloroso de escuchar. De escuchar y de observar.
La voz se encontraba a unos buenos metros de mí, pero girando la cabeza hacia la izquierda era capaz de apreciar a la culpable. Se encontraba sentada en una silla que no parecía pertenecer a aquel lugar. La voz misma desentonaba también. Lo irónico es que la mujer, con la cabeza gacha y permitiendo que el cabello y la capucha le tapasen la cara, era un mismo ser con la estación que nunca se había logrado ganar mi simpatía. Sostenía una guitarra entre sus manos enguantadas y temblaba, imaginé que debido al frío al estar cubierta con no más que una chaqueta primaveral y unos jeans.
Era una imagen tan desgarradora que no me atreví a moverme.
Me estaba ahogando. Me estaba ahogando en medio de una estación sucia y maloliente, mas también me aferraba a aquella voz que tenía como objetivo quemar a las personas para luego jugar con sus cenizas, y ni siquiera tenía la necesidad de observar a sus víctimas porque, de una u otra forma, estaba segura de que la mujer sin rostro había nacido para ello. Por un momento me cuestioné si acaso era alguna clase de ser divino y que por eso, por más que esforzase la vista, no podía ver ni un solo atisbo de piel. También pensé en Sin Cara de El viaje de Chihiro, y me pregunté, entonces, si al callarse nos devoraría y daría el inicio verdadero al fin del mundo. Intuí que la canción tan solo era el primer y último aviso, tal vez una forma de herirnos un poquito, de desgarrarnos la piel y dejarnos desnudos antes de hacernos desaparecer.
Entonces, sentí miedo. Porque esa voz me hipnotizaba al punto de querer recostarme en la banca frente a ella a esperar con una paciencia que pensé había perdido al tomar el subway de las ocho de la noche. No me veía capaz de dejar de escuchar ni de observar, y al mismo tiempo fui consciente de todas las demás existencias que me rodeaban que, estaba segura, ignoraban por completo lo que nos pasaría al finalizar la canción. Ninguna de las personas que pasaban de largo, ni siquiera las que se detenían a grabar unos segundos a la mujer sentada en la silla, con suerte dejándole un billete, se hacían una idea del desenlace. Tampoco quise compartirlo. Lo sentí un secreto tan personal, un suceso que nadie sabría explicar ni detener, y tampoco se debía. Así que esperé al siguiente tren, con la voz ardiéndome en el cuerpo.
A su llegada, no tardé en sentarme, una vez más, al lado de la ventana, y no le quité la vista a la mujer. Aún dentro del vehículo su voz se hacía notar, con un volumen menor pero con la misma fuerza. Y cuando estaba empezando a avanzar hacia una dirección que desconocía, la canción terminó.
La mujer dejó la guitarra en el piso y se abrazó, temblando.
_____
Me gusta escribir cuentos. Una escritora de por aquí (estoy segura de que sabe quién es(?) me dijo una vez, cuando recién empezaba a jugar con ellos, que se me daban bien. Me lo he creído y he continuado. Así que ahora estoy aquí, sin intenciones de disculparme por estar desaparecida porque lo volveré a hacer. Los cuentos me atacan de vez en cuando, así como la voz de esa mujer en la estación del subway lo hizo hace tres días. Y muchas gracias.
El título significa "Llévame al Rey", y está en inglés porque es una parte que esa mujer sin rostro cantó en el Subway. Me fui incapaz de alterarla, así que decidí que para el título la dejaría en su idioma original, a pesar de que vaya contra mis ideales (que no, gente, que no podemos casarnos con las ideas). Es la frase con la que encontré la canción también, de Tamela Mann, pero créanme; no se compara. Y eso que Tamela canta bellísimo. Pero no se compara.
Y eso. No sé cuándo escribiré de nuevo. Ah, y si no se han enterado porque no me siguen ni les intereso(?: me publicarán un cuento. :) Mucho mejor que Piura congelada. Ese estoy pensando en mandarlo a borradores.(? Ya estaré informando por mi perfil.
¡Gracias por leer!
ESTÁS LEYENDO
Piura de melancolía
General FictionA veces la ciudad habla. El problema es que no la escuchan.