Los pescadores que soñaban con ser astronautas
Mi padre me dijo un día que a veces soñaba con ser astronauta y flotar en el espacio. Que algunos días, cuando el cielo y el mar se volvían uno solo, abandonaba su balsa para creerse viajero de la galaxia y fingir que el agua lo llevaría a las estrellas. Así, tal cual, con las mismas palabras poéticas.
Tenía trece años cuando me lo confesó. Estábamos pescando en el lugar de siempre y a la hora de siempre. Hacía apenas seis meses que mi padre me había llevado con él por primera vez, pero el horario o la ubicación se habían mantenido intactos, imagino que porque ese momento era más que la pesca del día para él. Yo temblaba a causa del inusual frío que atacaba al pueblo, sin embargo, en ese entonces no nos podíamos permitir el comprar abrigos que solo usaríamos una vez; digamos que Máncora no es, ni ha sido nunca, conocido por el invierno que nadie llama invierno porque el frío siempre falta, así que mi familia lo veía como un gasto caro e innecesario. Pero aquella mañana, cuando el sol ni siquiera terminaba de alumbrar por completo la playa, podía sentir cómo el aire helado se pegaba en mis costillas sin intenciones de irse nunca más. Cuando metíamos la balsa, mis pies estuvieron un buen rato sumergidos en el agua, que estaba mil veces peor. Y mientras veía las manos flacuchas de mi padre preparando una red más pequeña que la que usaba en veces anteriores, me pregunté si acaso él ya estaba acostumbrado a ese tipo de cosas a las que yo no lograba habituarme todavía. A ese frío que parecía querer tragarnos en cualquier instante, tan ajeno y silencioso. Me respondí segundos después, aludiendo lo estúpida que era mi pregunta y desenredando otra red.
Algunas tijeretas volaban por encima de nosotros. Recuerdo que mi madre era quien me decía que tuviera cuidado cuando volase una cometa porque ellas me la podían cortar, que mejor entrara a casa a ayudarla con la limpieza y me dejase de vagar. No le hice caso y nunca me cortaron ninguna cometa. Admito que me he llegado a cuestionar si, aunque sea una vez, mi padre le habrá dicho a mi madre lo que me dijo esa mañana a mí, y si es que acaso mi madre terminó por alegar, también, que la ayudara con la casa en lugar de holgazanear.
Dejé de mirar a las aves negras para desviar mis ojos a una mujer que se sentaba en la orilla, dirigiendo su mirada a nosotros. O perdía su mirada en nosotros, quién sabe. No llevaba nada que pudiera mantenerla caliente, mas, contrario a lo que pensaba, parecía evitar la calidez, buscando de forma desesperada el frío al enterrar los pies descalzos y las manos en la arena.
—¿Qué quieres ser de grande?
Dejé de prestarle atención a la mujer para centrarla en mi padre. Antes de que pudiera contestar, me dijo lo de ser astronauta. En aquel entonces no lo entendí. Para mí, mi padre era genial porque traía comida a la casa. Porque era capaz de estar horas subido a una balsa, en medio del mar, sin rendirse en ningún momento. Yo odiaba el mar. Me daba miedo, aunque me veía incapaz de rechazar acompañarlo a pescar. No obstante, me quedaba en la balsa cada que me invitaba a nadar con él. Nunca se lo dije, pero creo que mi padre lo sabía. No entendía, entonces, por qué alguien que era algo tan genial querría ser otra cosa.
—¿Qué quieres ser de grande, Piero? —me había preguntado por segunda vez.
Y miré de nuevo a la mujer sentada en la orilla. Me pareció bonita. Me cuestioné qué hacía una mujer tan bonita despierta a las seis de la mañana, sentada en la arena y mirando a un sencillo pescador con su hijo. Aún me lo pregunto. Por qué soltaba tantas lágrimas, como si esperase crear su propio mar y vivir inmóvil en las profundidades, uno en el que no habría peces que mi padre pudiera pescar.
Fue cuando mi padre repitió la pregunta, por tercera vez, que le respondí.
—Pescador.
—¿Pescador?
—Yo también quiero flotar en el espacio.
Y el pez que estaba por meter en el balde escapó, saltando directo al agua. Me acarició el cabello con su mano limpia y no pude evitar reír.
La mujer se fue cuando el cielo y el mar decidieron separarse.
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wuuuuu. Este cuento es antiguo y seguramente los lectores que me hayan descubierto con "El arte de caer" o "El arte de flotar" lo recuerden. Le tengo mucho cariño a pesar de que lo borré de aquí (igual, la razón de quitarlo fue porque lo inscribí a un concurso, pero perdió, así que lo tenemos por estos lares de nuevo). En realidad es la continuación (o el antes) de otro cuento que tal vez me anime a subir aquí en el futuro. Hasta entonces, nos leemos :)
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Piura de melancolía
General FictionA veces la ciudad habla. El problema es que no la escuchan.