Museo de Arte, Starbucks y la vereda de enfrente
Chicago me parecía una ciudad triste.
Llevaba un mes viviendo en Arlington Heights, sin embargo, apenas había visitado el centro de la ciudad una vez, siendo esta la segunda. No podía culparme, pues las casi dos horas que tenía que viajar para llegar eran mi excusa perfecta, aún mejor cuando todavía gozaba de bastante tiempo para el ansiado turismo que me ofrecía la zona. Mas, debía admitir que aquel día, luego de haber cumplido un mes en Estados Unidos, tenía ganas de ver algo distinto a los suburbios, por lo que tomé el bus que me llevaría hasta Rosemont para subir en uno de los trenes de la blue line en dirección a la estación Washington.
Llegué al lugar apróximadamente a las dos de la tarde, con el hambre acompañándome. Mi intención era visitar el Instituto de Arte de Chicago y, si me daba tiempo y el clima no molestaba, ir al lago Michigan. Decidí comer un sándwich por cuatro dólares del Subway que me quedaba en el camino para luego, ya con el estómago lleno, encaminarme hasta el museo. El día estaba nublado y, aunque ya no hacía tanto frío como en febrero, mis manos sufrían si no se resguardaban en los bolsillos de mi chaqueta. A pesar de ello, el clima helado era algo que mi cuerpo prefería de manera enorme por sobre el calor que caracterizaba a mi ciudad de origen. Eran esos detalles los que me hacían ser consciente de que en lugar de estar paseando por las calles sucias de Máncora, me encontraba haciéndolo en las calles sucias de un país primermundista que llamaba mi atención al golpearme directo en la cara con su viento frío. No los edificios que me rodeaban ni el museo del que me hallaba cruzando las puertas, tampoco el que la mitad de las personas con las que me cruzaba me hablasen en inglés. Todo aquello parecía un sueño, algo que mis ojos veían y escuchaban, pero no observaban, no sentían; no en un plano tangible. Hasta que el frío me congelaba las manos y el viento atacaba mi rostro, quemándome las orejas y la nariz y llenándome de lágrimas los ojos. Entonces, lo sabía. Me acorralaba tal cual una epifanía que venía ocultándose en el interior de mi cuerpo, esperando por la mínima rendija que le permitiese manifestarse y, al hallarla, no dudando en hacerse notar de una manera tan fuerte que es capaz de matarte.
Pero he sobrevivido, lo he hecho durante todo un mes y aquel día no tenía intenciones de que el resultado fuese diferente, por lo que apenas tuve el boleto con descuento por ser residente de Illinois entre mis manos, me dispuse a olvidarme de la ciudad para perderme entre las obras que me esperaban a unos cuantos metros. Aunque me guste el arte debo admitir que nunca fui una persona informada al respecto. Si hablamos de artistas, con las justas podría mencionarte dos del impresionismo, y los otros que conozca no tendría ni la menor idea de a qué etapa pertenecen (sumándole, de paso, que tampoco soy muy experta en los nombres de estas). Mas disfrutaba visitando museos observando lo que me ofrecían. No es que considerase mi ignorancia como un aspecto positivo, no obstante, de cierta forma, poseía la idea que aquello me permitiría tener una opinión más objetiva del cuadro, escultura, o lo que sea que se posase ante mis ojos. Si le muestras la Mona Lisa a una persona que no ha escuchado en su vida hablar de lo grande que es Leonardo Da Vinci, es posible que te diga lo que muchos creemos, pero no nos animamos a decir debido a que es la Mona Lisa, y la Mona Lisa no puede compararse con el artbook completo de Inio Asano o el perfil de instagram de Heikala. Tenía que admitir que muchas veces un pequeño halo de irritación me atacaba cuando visitaba museos. Tal vez, también, un poco de envidia. Pero fingía que no estaba y me repetía, entonces, que una estudiante de administracción de empresas no debería opinar sobre arte.
Lo único que recuerdo de aquel museo con claridad son cuatro cosas. La primera siendo cómo la emoción me atacó cuando reconocí una pintura de Claude Monet sin necesidad de revisar la placa al lado de esta antes. La segunda, el que lagrimeara al encontrarme con la sorpresa de que el lugar resbarguadaba algunas de las pinturas más importantes de Vincent Van Gogh, el artista que, debía admitir, me conmovió más con sus letras que con sus cuadros en un principio. La tercera y cuarta corresponden a dos cuadros que, aún después de tantos años y de que haya perdido las fotos, continúan vívidos en mi memoria. No recuerdo al artista, aunque sí estoy en completo segura de que no son el mismo. Sé que eres consciente de que no me considero una persona con un amplio vocabulario ni con una oratoria decente, pero me hallo con la necesidad de intentar describirte ambas, aunque solo consiga en ti una imagen mental vaga.
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Piura de melancolía
General FictionA veces la ciudad habla. El problema es que no la escuchan.