A la deriva

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El bote navegaba sin gobierno, a la deriva. El hombre a bordo había intentado regirlo, imponerle alguna dirección, pero desistió una hora después del naufragio. Y de eso ya hacía tres días.

El barco se había ido a pique a mitad de la nada, a mitad de la noche. El choque los tomó por sorpresa. Quince minutos después hubo que abandonar la nave en medio del caos. Los botes se soltaban de manera apresurada y la gente caía con ellos o se tiraba al agua intentando alcanzarlos. La mayoría murió en la mar picada.

El hombre, ayudado de un compañero de tripulación, soltaron un bote y se embarcaron en él antes de que cayera al agua. Las olas los alejaron pronto del barco y del resto de supervivientes. Se mantuvieron a flote y sobre el bote a costa de abusar de la buena suerte, pues los saltos que la lancha daba amenazaban con tirarlos al mar cada tanto.

Con la llegada del alba la esperanza se reavivó, y el pensar que otro barco los recogería más pronto que tarde, los ayudo a mitigar el hambre y la sed que se hicieron presentes con las primeras horas del día.

Pero cayó la noche y no habían visto ningún barco ni ningún otro bote sobreviviente de la tragedia. Durante la noche, igual que el día, dejaron que el bote fuera a donde el mar los llevara. Toda posibilidad de dirigirlo perdida, pues el único remo que habían salvado cayó al agua la primera noche.

Por la madrugada se desató una tormenta. De pronto, una ola golpeó el bote haciéndolo elevarse varios metros en el aire, cuando volvió al agua, sólo el hombre estaba sobre él, su compañero se había perdido en la negrura del mar.

El siguiente día empezó a desesperarse de verdad. Privado de compañía, atosigado por el hambre, la sed, el sol, y una inmensidad de agua que lo cubría todo hasta el horizonte. La esperanza de llegar a tierra o ser rescatado por un barco se difuminaba con cada minuto que transcurría.

No fue hasta la mañana siguiente, tras otra noche donde no durmió nada pues el mar encrespado lo hizo sacar todas sus dotes de felino para no desprenderse del bote, y, tras sentir que todo estaba perdido, que la esperanza renació como el fénix de las cenizas. ¡Tierra! Había tierra más allá. Al ver que el bote tomaba dirección contraria, no lo dudó y se lanzó al mar.

Por el recorrido del sol en el cielo, dedujo que había nadado dos o tres horas. Pero lo consiguió, estaba en tierra. Se acercó a la sombra de una palmera y se tendió en la arena para recuperar el resuello. El cansancio lo sumió en un sueño profundo.

Despertó con el crepúsculo. Algo lo había golpeado en el pie. Al abrir los ojos vio a al menos una docena de aborígenes cubiertos apenas con un taparrabos, pero con lanzas, arcos y cuchillos en las manos. No obstante, lo que más le aterrorizó fue ver lo que roía uno: una mano humana.

Lo desnudaron y otros hicieron una hoguera. No muy lejos vio un montón de huesos, claramente humanos, y, no muy lejos de allí, una hilera de estacas con cráneos humanos coronándolas. Había algunas más frescas, y otra que parecía recién cortada, la reconoció con espanto.

Al final, su compañero había llegado a tierra. Vivo o no, no sabría decirlo. Esperaba que muerto. Pero él estaba vivo, y un caníbal se acercaba haciendo fricción con sendos cuchillos.

Cuentos cortos de terror (Volumen II) ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora