Café para tres

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- Para mí este es un pinche frío de los que no se aguantan -dijo el del bigotito.

- No se aguanta -dijo el de las patillas largas.

- Antes era distinto -dijo el del bigotito-. Me bajaba a tomar mi café, allá en Perote, así nomás, en mangas de camisa. Y ni un pedo.

- Sí... -dijo el de las patillas largas.

- El tiempo nos ha caído, el hijo de la chingada... -dijo el del bigotito.

- Es la época... -dijo el de las patillas largas.

- Pues sí, pero no es como antes. ¿Usted es de tierra fría? -preguntó el del bigotito-. Mire nomás, ¿qué no tiene frío?

- Será que está usted joven -agregó el de las patillas largas.

- Pues no, no vengo de tierra fría -respondí-. Y la verdad es que este clima de ahora más bien me resulta caliente. Pero veo que a ustedes les ha caído de peso. El taxista me lo dijo por la mañana. Dice que hasta gripe le dio.

- Uy, sí -dijo el del bigotito-. Si estamos afuera ahorita es porque vinimos por nuestro cafecito. Siempre venimos dos veces al día. A las doce y a las seis, pero como hoy tuve cita en el Seguro, pues mire ya qué hora es. No podemos evitarlo.

- Sí, no podemos evitarlo -dijo el de las patillas largas-. Fíjese -dijo refiriéndose a mí-, yo trabajo como agente de ventas de un laboratorio médico. Tengo que viajar mucho. Y no sabe cómo me pongo cuando no lo bebo. A mí, este café de aquí me hace el efecto del tequila. Me despierta. Sólo por eso lo tomo. No es igual en otros lugares. No es igual.

- Es como el que bebe -dijo el del bigotito.

- O como el que fuma -respondí dirigiéndome a los dos hombres.

- Ándele. Eso mero. Usted ya nos entendió -dijo el del bigotito y, por fin, los miré sonreír.

Bebimos un sorbo de nuestro café y caímos en un nuevo silencio.

- Y este pan, las canillas, ¿son de mantequilla? -dije sin mirar a ninguno en específico.

- No -me dijo el del bigotito-, es pan.

- ¿Tiene canela o algo así? -pregunté.

- No -dijo-, es pan.

- Canillas -dijo el de las patillas largas.

- Está durito -dijo el del bigotito-. Está rico.

- Sí -dijo el de las patillas largas.

- Sí -dijo el del bigotito.

- Ah -dije yo.

Nuevo silencio y otro sorbo a nuestros vasos. La mujer de la derecha no dejó de verme, pero nunca supe si en verdad le gusté.

- Y viene en coche -preguntó el del bigotito.

- No, cómo cree -respondí-. Vine en autobús.

- Claro -dijo el de las patillas largas-. Para qué manejar si se le puede pagar a otro para que lo haga por uno.

- Yo trabajé de taxista -le dijo el del bigotito al de las patillas largas-. Lo sabes.

El de las patillas largas cerró los ojos y asintió con la cabeza.

- Daba servicio todos los días -continuó el del bigotito-. Y siempre tuve la suerte de que me pidieran para viajes largos. Que si me querían para México, que si me querían para Acapulco.

- Acapulco no me gusta -dijo el de las patillas largas.

- Ni a mí -dije yo.

- Raro -dijo el del bigotito-. A los jóvenes como usted debería gustarles.

- Sí, pero no me gusta -dije.

De nuevo un silencio.

- Pues yo me iba hasta allá -dijo el del bigotito.

De nuevo un silencio.

- Un día estaba aquí pero en el de allá -continuó el del bigotito-, tomando mi cafecito, y vino Eutimio, ¿te acuerdas? -dijo al de las patillas largas.

El de las patillas largas cerró los ojos y asintió con la cabeza.

- Vino y me dijo: ese señor de allá quiere que lo lleven a México. Yo le dije que tú eras chofer. Negocia con él a ver qué sacas, me dijo. Sí, le dije. Nomás deja que termine y voy con él. Y fui. Muy amable el señor. Su esposa. Sus hijas. Yo le dije que si quería el servicio yo se lo daba. Que sólo me dijera el modelo del coche y en qué estado andaba la máquina y que le cobraba tres mil pesos de entonces. Y me dijo que sí. Los aceptó. No, me dije, ahora sí ya se me hizo. Y esa misma noche nos partimos. Ya en el camino me dijo su historia. Su coche se le quedó en el camino. Pidió o compró o rentó éste, nunca lo supe, y con eso llegó al puerto. Entonces supe que era Oficial Mayor de la SEP; y que tomo valor y que le digo de mis hijas. Y sí, a los pocos días llegaron unos papeles de la capital y me colocó a mis dos hijas. Las dos ya se jubilaron. Imagínese de eso ya cuántos años. Veinticinco años de servicio dieron las dos. Recibieron su dinerito y vendieron bien sus plazas. Yo les dije, no pierdan contacto con el Oficial Mayor. Pero la relación se fue perdiendo. Quise buscarlo y pedí un directorio telefónico de la capital, pero es muy grande y no lo encontré nunca. Y así se dan las cosas.

El hombre del bigotito bajó la mirada en silencio y dio un sorbo a su vaso de café.

- ¿Y tu otro hijo, el grande? -dijo el de las patillas largas dirigiéndose al del bigotito.

- Pues ya van a cumplirse trece años desde su partida. Está en Chicago -dijo el del bigotito dirigiéndose a mí-. Ya se casó. Bueno, ya estaba casado. Se divorció de la mujer porque no pudo tener hijos y se casó de nuevo con una de allá. Bueno, de aquí, pero que ya tiene veinte años allá; ya tienen dos hijos. Ya ha de estar contento, el cabrón.

Un nuevo silencio, esta vez más largo, pero más pacífico. Sin tanta tensión. Terminamos nuestros vasos y recargamos las espaldas en los respaldos de nuestras respectivas sillas. La mujer de la derecha, para entonces, ya no me miraba. Ya ni siquiera estaba en su sitio. Se había ido.

- El secreto está en las máquinas -dijo el de las patillas largas dirigiéndose a mí-. Son de Italia y no hay otras iguales. Parece ser que hacen un extracto del café que queda muy bueno.

- Y la leche -dijo el del bigotito.

- Sí -dijo el de las patillas largas-, las dos cosas. Pero son las máquinas. Son de Italia.

- Sí -dijo el del bigotito-. Los dueños son hijos de españoles -completó dirigiéndose a mí.

- No es igual en otras partes -dijo el de las patillas largas.

- Mi hijo quiere que me vaya para allá -dijo el del bigotito dirigiéndose al de las patillas largas.

- ¿Y por qué no te vas?

- No -dijo el del bigotito-. Si aquí tengo frío y duermo con pantalones de lana, allá, en cuanto me baje del avión me muero. Por eso no me quiero ir. Me muero.

Silencio.

- ¿Espera usted su vaso de agua? -dijo el de las patillas largas.

- Sí -contesté. Los dos ancianos se quedaron sentados y callados, acompañándome en mi espera.

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