• IX. Los Jardines Señoriales •

3K 378 770
                                    

Reunidos los elegidos en la puerta poniente del Ribete los nervios empezaban a carcomerme

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Reunidos los elegidos en la puerta poniente del Ribete los nervios empezaban a carcomerme. Había mucho ruido y un gran caos. Todos los chicos parloteaban entre ellos, extasiados con la idea de entrar en la casa de un alto señor y contemplar, aunque fuera desde lejos, el esplendor de sus vidas. Uno como el que nosotros, los obreros, no conoceríamos jamás.

—Han de tener tigres como mascotas —dijo un chico cerca de mí a otro.

Sentí un retortijón en el estómago. Nunca había visto un tigre, pero tener a uno rondándome no me emocionaba a mí para nada. No podía descartarlo, ya que los altos señores adoraban rodearse de cosas grandes y exóticas. Pensé entonces que sería apropiado que, en representación de su casa, Mailard tuviera de mascota a un oso. Y me estremecí con más fuerza.

Ser sorprendido y asesinado por Astor era una cosa; pero tampoco quería acabar destazado y convertido en mierda de oso.

—Un esclavo me contó una vez que su señor tenía un elefante en su casa; con pendientes de gemas en las orejas y ajorcas de oro alrededor de las patas.

Sin darme cuenta me había quedado prendado de la conversación que tenía lugar a mi lado y mi cabeza iba recreando todo lo que oía.

—No seas ridículo. ¿Un elefante? ¿Dónde lo meterían? —terció otro.

—Que ignorante eres, ¿no sabes que las casas de los altos señores son tan grandes como el palacio del rey de Mahashtán? Pueden meter allí a dos elefantes; uno a cada lado de la puerta para cuidar la entrada.

Rodé los ojos. Mahashtán era la nación más rica de Nimia. ¿Creían en verdad esos tontos que cada alto señor tenía una casa tan grande como el palacio de su rey? La conversación dejó de ser interesante en cuanto se tornó tan absurda que me causaba pena ajena.

De pronto, el sonido de un cuerno nos silenció a todos, llamando nuestra atención. Un esclavo lo tocaba. Después, un hombre de ropas coloridas, seguido de un séquito de más esclavos, se presentó ante nosotros. Era alto, flaco y las mangas anchas de su larga túnica colgaban hasta el suelo. Bajo la holgura de estas divisé sendos brazaletes de oro. ¿Incluso los sirvientes de Mailard eran ricos? Habló de forma severa, pero desde una graciosa voz nasal:

—Yo soy el maestro Salim —se presentó—. Harán cuatro filas parejas y no romperán formación hasta que lleguemos a la casa del amo y alto señor Zahir Bin Mailard, el Oso Bermejo. Allí recibirán sus siguientes indicaciones.

Después de un breve caos para adquirir la formación indicada —valiéndonos de empujones para quedar al frente o a los costados, desde donde poder ver mejor los Jardines Señoriales a nuestro paso—, y el sucesivo lío de sumar y restar chicos para que las filas quedaran más o menos parejas, el maestro Salim recorrió cada una verificando que todos poseyeran el símbolo del blasón de Mailard en las muñecas. Un esclavo caminaba detrás de él tomando nuestros nombres y me percaté de que tachaba de la lista a quienes no se presentaron. La revisión tomó un tiempo odiosamente largo y más bajo el sol ardiente. Y solo terminada fue que pudimos avanzar; vigilados por un esclavo a cada costado, al frente y a la retaguardia, como si pastoreasen a un grupo de ganado. Miré con detenimiento a ver si podía ver a Astor entre ellos, pero no estaba allí y pude respirar.

Tuqburni | RESUBIENDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora