Lee Taeyong llevaba tres días sin actualizar su estatus en instagram. Mucho menos respondía los mensajes privados que le enviaba y ahora mi obsesión se ha vuelto un arma en contra de mí. Un veneno, un ácido corrosivo que no te mata en seguida, si no que fluye lentamente, te desgarra capa por capa, agonizante. Haces que supliques por el fin porque tampoco hay una manera de detenerlo.
Necesitaba con todo mi ser, conocer la verdad.
¿Porqué no me mencionó que fuimos compañeros?
Él me conocía y todo este tiempo, fingió ser un desconocido más.
Mi teléfono ya no servía en la nada, no lo necesito, si no funge como ese contacto con única persona la cual encontré escapatoria. Estoy encerrado en una celda, forjada por mí mismo, la cual tengo la llave pero sin querer usarla.
Hasta ahora.
Sería capaz de encontrarlo y que me contara la verdad.
Todos los días iba al mismo punto, en la cafetería donde nos reunimos la última vez, con la idea de que este apareciera en algún momento. No tenía más pistas de su paraje.
Para llegar a aquel local, debía pasar por tres estaciones de trenes, soportar las miradas furtivas y las imaginarias, las críticas inexistentes, las burlas creadas por mi mente. La ansiedad social puede más que yo pero ni así, evité el tratar.
Regresando a casa me tornaba un manojo de caos: vómito, lágrimas, rasguños y largas horas bajo las aguas de la ducha.
Agorafobia.
Ni en un segundo de la agonía tuve la voluntad de echarle la culpa a Taeyong, quién no se aparecía en redes sociales y que me dejó con la suma intriga. Al contrario, el odio por mis defectos solo me daba más impulso para continuar con el martirio de salir.
Soy una granada temporal, la ira explota para luego degradarse en vulnerabilidad y un mar de lágrimas que sé, un día acabarán, de qué manera, esa es la verdadera cuestión.
Después del quinto día, ya ni siquiera me importaba saber todo lo relacionado con él.
Solo deseaba verlo.
Lee Taeyong hizo de alguien sin esperanza y corazón, recuperara su alma.
El temblor excesivo notorio atraía la vista de las personas, me tapaba con mi capucha y con un cubrebocas pero ni así me ayudaba a no percibir los ojos de los demás como dagas.
Contaba hasta mil y si en ese lapso no aparecía el chico, regresaba a casa.
Fue la dinámica, concentrarme en el conteo para no desfallecer en medio de la calle.
993, 994, 995... Por favor, aparece. 996... Te necesito. 997, 998
999
—¡Yuta!
Respiré profundamente y aceleradamente, porque no estaba alucinando, allí se encontraba parado, a unos pasos de mi, con la misma fuerte presencia que desprende, con tan solo existir.