Encanto de las rocas.

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Recuerdo esa noche en la que navegaba sin prisa, el mar estaba muy calmo. A lo lejos se percibía una neblina intensa, la visión era como un vidrio empañado.
La respiración se aceleraba, inhalaba y exhalaba a la misma  velocidad del aleteo de un picaflor apurado.

Era invierno recuerdo, se llegaba a ver tras esa neblina unas rocas muy grandes, pero nada tenía sentido. Estabamos en el medio del mar, la brújula lo indicaba así, mi intuición me decía que estaba en la mitad de esa incursión hacia una nueva tierra.
Ahí la ví, tapada con el manto de su canto, su voz angelical me hacía recordar a cuando era pequeño y mi mamá me cantaba antes de cada sueño. Sus voces se parecían mucho, así que decidí prestarle más atención.
Encendí las velas y hasta donde estaba ella me acerque, no obstante me encontré en el silencio más escarlata y perverso que puede haber.

De un momento a otro era de día, y yo estaba reposado en mi cama, el capitán me llamaba para decirme que habíamos llegado a tierra firme.
¿Acaso fue un sueño?. Sentí ese canto real, esa melodía que se generaba cuando las olas se abrazaban como dos personas que se vuelven a ver después de mucho tiempo. Sentí esa distancia efímera, esa cerrazón que se reposaba en mis hombros, y su canto, de verdad que no puedo olvidarlo.
Tarareaba, bailaba y cantaba moviendo de una manera ridículamente hipnotizadora su boca. Era un encanto ser espectador de ese momento, soñar aún con esa piel blanca y fina.
Siempre pensaré que no fue idílico lo que viví, aunque con los años los recuerdos se dislocan, siempre diré que fué, el encanto de las rocas.

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