Capitulo 17

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El día del sepelio fue el único bueno que hubo en aquel mes. Al anochecer comenzó el mal

tiempo. El vien-to cambió de dirección y empezó a llover y luego a nevar. Al otro día

resultaba increíble que hubiéramos disfrutado ya tres semanas de buena temperatura. Las

flores queda-ron ocultas bajo la nieve, las alondras enmudecieron, y las hojas tempranas de

los árboles se ennegrecieron, como si hubieran sido heridas de muerte. ¡Aquella mañana

pasó muy triste y muy lúgubre! El señor no salió de su habita-ción. Yo me instalé en la

solitaria sala, con la niña en bra-zos, y mientras la mecía miraba caer la nieve a través de la

ventana. De pronto, la puerta se abrió y entró una mujer jadeando y riéndose. Me enfurecí y

me asombré. Pensan-do al principio que era una de las criadas, grité:

­ ¡Silencio! ¿Qué diría el señor Linton si te oyese reír?

­Perdona ­contestó una voz que me era conocida­, pero sé que Eduardo está acostado y

no he podido conte-nerme.

Mientras hablaba, se acercó a calentarse junto a la lumbre, oprimiéndose los costados con

las manos.

­He volado más que corrido desde las «Cumbres» aquí ­continuó­ y me he caído no sé

cuántas veces. Ya te lo explicaré todo. únicamente quiero que ordenes que enganchen el

coche para irme a Gimmerton y qué me busquen algunos vestidos en el armario.

La recién llegada era la esposa de Heathcliff. El cabe-llo le caía sobre los hombros y estaba

empapada en agua y en nieve. Llevaba el vestido que solía usar de soltera: un vestido

descotado, de manga corta, y no tenía cubierta la cabeza ni llevaba nada al cuello. En los

pies calzaba unas leves chinelas. Para colmo, tenía una herida junto a una oreja, aunque no

sangraba porque el frío congelaba la san-gre, y su rostro estaba blanco como el papel, y

lleno de arañazos y magulladuras.

­ ¡Oh, señorita! ­exclamé­. No ordenaré nada ni la escucharé hasta que no se haya

cambiado esa ropa moja-da. Además, esta noche no irá usted a Gimmerton. De modo que

no hace falta enganchar el coche.

­Me iré, aunque sea a pie ­repuso­. Respecto a mudarme, está bien. Mira como sangro

ahora por el cue-llo. Con el calor, me duele.

Hasta que no mandé disponer el carruaje y encargué a una criada que preparase ropas, se

negó a que la atendiese y le curase la herida. Cuando todo estuvo hecho, se sentó al fuego

ante una taza de té, y dijo:

­Siéntate, Elena. Quítame de delante a la niña de Ca-talina. No quiero verla. No creas que

no me ha afectado la muerte de mi cuñada. He llorado por ella como el que más. Nos

separamos enfadadas, y no me lo perdono. Esto bastaría para que no pudiese querer a ese

𝒞𝓊𝓂𝒷𝓇𝑒 𝐵𝑜𝓇𝓇𝒶𝓈𝒸𝑜𝓈𝒶𝓈Donde viven las historias. Descúbrelo ahora