Prólogo

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En el primer mundo, el amor y el sexo caminan por direcciones contrarias. Uno vaga hacia la izquierda, el otro hacia la derecha. Y no se rozan ni se encuentran. Nunca. Jamás.

El amor es para aquellos desdichados que creen que un sentimiento los puede volver fuertes, valientes. Es para quienes creen que uno más uno puede seguir siendo uno y no dividirse en dos. Pero eso implicaría debatir contra una ciencia que, para desgracia, es exacta.

Por el contrario, el sexo es para aquellos considerados intelectuales, sabios y hasta bondadosos. Es el regalo divino del cielo para la preservación de una especie sub-desarrollada, que piensa que, con la concepción, está dejando su legado para, algún día, gobernar la tierra.

Pero siguen siendo solo humanos. Banales. Materialistas. Ilusos humanos. Cuerpos de carne y hueso que conforman las piezas del tablero de ajedrez de un ser omnipotente. Superior. Uno que, bajo ningún concepto, permitiría a sus muñecos de arcilla aplastarle la cabeza. No cuando él puede hacerlo primero usando solo un par de dedos o derretirlos con el calor de su aliento.

En este sitio, las miradas no pueden volverse hacia atrás. Nadie puede preguntarse "por qué será...". Esto o aquello. Se está obligado a aceptar lo que toca para poder formar parte de un algo.

No obstante, como en todos los tiempos, siempre hay quienes prefieren aferrarse a un nada.

Bajo el agua, escondido entre las sombras, existe un segundo mundo en donde los ojos no pueden diferenciarse. Siempre son iguales. Ahí, realmente no importa si alguien va hacia la izquierda o hacia la derecha, puesto que, saben, el mundo es pequeño y la tierra gira en trescientos sesenta. No hay prisas, pues entienden que donde comienzas, terminas. Y con la vista de frente. Fija en otros ojos que pueden ver exactamente lo mismo.

No hay punto de comparación entre los artículos él o ella. No hay tús y yos, solo nosotros. 

Pero no todo es color rosa, aunque suene así. Ha decir verdad, la mayoría del tiempo, ese mundo está teñido de negro, a veces de grises y, en algunas ocasiones, de salpicaduras rojas. Las cuales, con el tiempo, son difíciles de remover de la ropa. Y de las manos también.

En ese mundo agridulce, en el que lo agrio domina más tiempo que lo dulce, dos pares de ojos se encontraron. Unos azules anduvieron por la derecha, unos rojizos por la izquierda. Y al final del camino se mezclaron, dando como producto un equipo impenetrable y un sutil color morado.

EROS                                           »taejinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora