Veía pasar el tiempo sentado en aquel banco.
No había colores en su mundo y todo parecía transcurrir lento.
Un ave pasaba parsimonioso moviendo sus alas pausadamente; un conejo saltaba a sus pies; su amada se alejaba sin decir nada, mientras él observaba con una mueca en su rostro.Parecía que no podía moverse, pues por más que quisiera seguirla, alcanzarla, besarla y decirle que en verdad la amaba y que no lo dejara, su cuerpo no respondía a las órdenes de su cerebro.
Una lágrima silenciosa bajó por su rostro lentamente, hasta llegar a sus labios, dejándole un sabor salado. No tuvo la disposición de retirarla. Y cuando empezaron a salir más, no pudo hacer nada más que recostarse en el banco undiendose en su dolor.
¿Por qué tenían que pasarle este tipo de cosas a él?
Él, que nunca rompió un plato.
Él, quién, por más que trató de dar todo de sí, nunca se lo regresaron por voluntad propia.Su corazón era puro y su amor sincero, y todas las cicatrices que iban dejando aquellas que lo ilusionaban, hicieron que este se pudriera y oscurreciera, dejando su mundo de aquella manera, con tonalidades grises, lleno de soledad y amargura.