CAPITULO 15 - EL PRIMER PASO

14 0 0
                                    


Estaba en la ducha, las gotas recorrían mi cuerpo desnudo, viajaban hacia mi pecho y piernas, descendiendo hasta la planta de mis pies. Pensaba en Octavio, él y yo nunca discutíamos, no de esa manera...

—¿Podrías dejar de hacerlo? ¡Tan sólo tienes que comer, no es tan complicado! Abres la boca, metes comida y la masticas ¡Todos lo hacen!

—¿¡Y dejar de ser hermosa!?

—¡¿Hermosa?! ¡¿Para quién?! ¡¿Para idiotas como Daniel?! A la gente que de verdad le importas no le interesa cómo te ves.

—¿Crees que no sé qué estoy enferma? Lo sé, pero no puedo parar. — Comencé a llorar—. No puedo, lo juro.

Un amargo dolor subía por mi garganta cuando él susurro: Eres mi amiga, te adoro, y me da mucha tristeza ver que no te quieres ni un poco. Estas tan ocupada odiándote, que ni si quieras te das cuenta de cómo afectas a los que te rodean, y lo peor es que no hay como culparte. Si no haces nada por ti, ¿por qué lo harías por alguien más?

Sentí que quemaba, ardía en mi pecho porque sus palabras estaban cargadas de honestidad...

El recuerdo se espesó en mi mente al igual que el vapor que cubría el cielo del baño. Palpé mis clavículas y los huesos de mis hombros.

Al salir de la regadera limpié el vapor del espejo con el dorso de mi mano.

Cuando veía mi reflejo lo único que sentía era repugnancia. Siempre pensaba cosas horribles sobre mí misma. La vida de por sí ya tiene sus complicaciones, si añadía a eso, que yo misma era mi peor enemiga, con razón mi vida era una porquería.

Abrí el cajón del mueble y saqué las tijeras, su filo cortó mis mechones, amontonándolos en el suelo. Ahora el cabello me llegaba a la barbilla. Al principio creí que me había saboteado, pero no, me sentaba increíblemente bien.

Fui al ropero, me puse una blusa azul y unos pantalones ajustados negros.

Oí un taconeo familiar, era mamá.

—¡Algún día tendrás que salir y sólo hay una forma! —afirmó con autosuficiencia.

"Pobre ingenua", alardeé para mis adentros mientras pintaba mis labios con un rojo carmesí. Me puse unas arracadas de plata y volteé hacia el balcón. Tenía horas lloviendo. Ir a la fiesta no parecía del todo una buena idea.

—Ya déjala en paz —dijo mi abuela.

Salí al balcón, la lluvia era atronadora. La fría humedad cubrió mi rostro. Cuando me dispuse a bajar las escaleras metálicas que tantas veces había usado, se escuchó un chirrido.

—¡Suelten a los perros! ¡Ahí va la fugitiva!

Era Octavio, sus ojos estaban hinchados y traía un gorro rojo encima.

—¡No seas aburrido y ven! —comenté de forma casual, como si lo del hospital no hubiera ocurrido.

Dio un suspiro y miró al cielo. —¿Cómo es que me haces cometer estas estupideces?

—Tal vez es mi encanto sobrenatural.

Cerró la puerta corrediza torciendo el gesto de forma exagerada. —¡Algo hay de eso!

Octavio fue por las escaleras de su balcón. Él tocó el suelo primero que yo, a mí se me resbalaban las manos y las suelas por la humedad. Me sentía insegura. A unos cuantos escalones del suelo, me resbale y él me sujeto de la cintura.

Luego ambos subimos a mi auto. Las calles estaban llenándose de agua. El drenaje de aquel pueblo polvoriento no estaba hecho para aguantar aquellas lluvias.

En la casa de Daniel la puerta principal estaba abierta de par en par. Olía a mota, bacha quemada y a cerveza. En el centro de la sala unos cuantos improvisaban pasos de baile que parecían salidos de un show de TV. Algunos otros se comían a besos en las esquinas y los sofás. Traían los ojos rojos y los labios resecos, ni siquiera traían camiseta.

¿Dónde estaban los padres de Daniel? ¿Qué no se daban cuenta de lo que sucedía? O tal vez no les interesaba. Por lo que sabía, la madre de Daniel era una empresaria a la que su padre había dejado por una mujer más joven.

El hombre lidiaba con su culpa dándoles dinero, lo cual, sumado al efectivo de su mamá, explicaba lo hermoso de su casa y que Daniel despilfarrara sin reparos, rentando departamentos para hacer fiestas y llevar mujeres.

—¿No crees que deberíamos ponernos a tono? —sugirió Octavio jalándose la orilla de la camiseta.

—Mira por dónde le da al exhibicionista.

—Yo sólo decía. Además ¿Qué no era yo el aburrido?

Ignorándolo, alcé la cabeza entre la multitud.

—¡¿Podrías dejar de hacer eso?! ¡¿A quién buscas?!

—Al anfitrión.

—¿O sea?

—A Daniel, ¿a quién más?

Bufó. —¿De él se trata todo esto?

—Básicamente.

Doblé a la izquierda. Daniel estaba arriba, en el último escalón besuqueándose con Natasha, esa perra callejera. Si no fuera por la gente hubiera jurado que en cualquier momento le arrancaría la ropa.

Sentí tanta desesperación que ni siquiera pude gritar. Las piernas se me entiesaron y por un segundo fue como si hubiera dejado de existir.

Regresamos al auto. No me permití llorar ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? A Daniel no le importaba nadie. Y si él era el rey de los imbéciles, yo era su diosa, ¡¿Cómo llegué a creer que me tomaría en serio?! ¡¿A mí?! A una anoréxica estúpida.

Aceleré. Las calles estaban inundadas y de pronto ya estaba atascada.

Jalé mi cabello. —¡No puedo creer mi maldita suerte!

Aceleré más, pero sólo conseguí levantar lodo.

—¡O sí! ¡Ámbar, hunde más las llantas! ¡Bien hecho!

Apagué el auto.

—¡Al diablo!

Me bajé azotando la puerta, mis zapatos se mojaron, el agua subía de nivel y nos estábamos inundando. Furiosa, comencé a darle patadas a las llantas.

—¿¡Por qué me pasan estas cosas a mí!?

— "No ha de ser por inteligente"

—¡Perdón, señor perfecto! ¡Soy humana! ¡Perdón por sentirme mal, perdón por no poder lidiar con lo que me sucede!

—¡Estoy hasta la madre de tu autocompasión! ¡Yo estoy muriendo y no soy tan ridículo como tú!

Bajé la voz. —¿De qué hablas?

—¡Tengo Cáncer! —Cerró los puños—. ¡Mírame, estoy escuálido y pálido, doy lástima! —Arrojó el gorro contra el lodo—. ¡Y maldición! ¡Me estoy quedando calvo!

No podía ser.

Me acerqué tomándolo de los hombros. No podía ser cierto.

—A la gente que de verdad le importas no le interesa cómo te ves.

Lo mismo me había dicho él aquel día en el hospital, sólo que ahora los papeles se habían invertido.

Se veía tan demacrado. Yo sabía que algo andaba mal, pero nunca indagué al respecto, era una egoísta y una tonta, le había fallado, era la peor de las amigas.

Llena de lágrimas lo ahogué en un abrazo desesperado, ¿qué podía hacer para ayudarlo? Tenía que apoyarlo y mientras lo hiciera, debía levantarme y seguir adelante.

Deslicé mi frente en sus mejillas. Mientras me sostenía de la barbilla sus labios se enredaron en los míos de una forma tan irresistible, que ni siquiera pensé en oponerme. No sabía lo que sentía por él y tal vez nunca lo sabría.

Ámbar ¿Morir por ser perfecta?Where stories live. Discover now