Deseo de Cumpleaños

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—¿Película, Pictonary Magnánimo o club de lectura? —me pregunta mi madre mientras me coloca el brazalete para tomarme la tensión.

No menciona la actividad que más le gusta de todas las que solemos hacer después de cenar: el Intelect Instantáneo.

Levantó la mirada y veo un brillo pícaro en sus ojos.

—Intelect Instantáneo —responde. mi madre se detiene, con el brazalete a medio inflar.

Normalmente es Carla, la enfermera que cuida de mí, quién me toma la tensión y rellena mi registro diario de salud, pero hoy mi madre le ha dado el día libre. Es mi cumpleaños; siempre lo pasamos los dos juntos, sin nadie más.

Se coloca el estetoscopio para escuchar los latidos de mi corazón. Su sonrisa se desvanece, reemplazada por su expresión de médica. Esta es la cara que suelen ver sus pacientes: ligeramente distante, profesional y concentrada en su tarea. Me pregunto si les resulta tranquilizadora...

Me dejo llevar por un impulso y le doy un beso rápido en la frente: quiero recordarle que sólo soy yo, su paciente favorito, su hijo. Ella abre los ojos, sonríe y me acaricia la mejilla. Supongo que, ya que he nacido con una enfermedad que requiere cuidados constantes, es una suerte que mi madre forme parte del gremio. Unos segundos más tarde, me dedica su mejor cara de "me-temo-que-tengo-malas-noticias-para-ti".

—Hoy es tu gran día. ¿Por qué no jugamos a algo en lo que tengas alguna posibilidad de ganarme? Al Pictionary Magnánimo, por ejemplo.

Cómo hacen falta más de dos jugadoras para el Pictionary normal, hace tiempo que nos inventamos la variedad magnánima: mientras uno dibuja, el otro hace todo lo posible para adivinar qué es. Si acierta el adversario gana un punto.

La miró con los ojos entrecerrados.

—Vamos a jugar al Intelect Instantáneo, y esta vez pienso ganarte —replico cómo si me creyera lo que digo, aunque en realidad sé que no tengo nada que hacer. En todos los años que llevamos jugando al II (cómo nos gusta abreviarlo), jamás he conseguido derrotarla. La última vez estuve a punto, pero me machaco en la última jugada con un CUMPLEAÑOS que pillaba una casilla triple.

—Muy bien —se ríe ella, meneando la cabeza cómo si se apenara por mi —. Lo que tu digas —añade, y luego vuelve a cerrar los ojos para concentrarse en los sonidos del estetoscopio.

Nos pasamos el resto de la mañana preparando mi tarta tradicional de cumpleaños: bizcocho de vainilla con cobertura de vainilla. Cuando la base se enfría, le aplico una capa de crema ridículamente fina, lo justo para cubrir la tarta. Los dos preferimos el bizcocho a la cobertura. Con la manga pastelera, decoro la parte de arriba con dieciocho margaritas de pétalos blancos y centros blancos. En los lados dibujo una sucesión de cortinajes blancos.

—Esta perfecto —dice mi madre, observando por encima de mi hombro cómo le doy los últimos retoques—. Tan perfecto como tú.

Me vuelvo para mirarla. En su cara aparece una amplia sonrisa teñida de orgullo. Sus ojos, sin embargo, están brillantes por las lágrimas.

—Eres. Una. Llorona —le digo mientras le hecho un pegote de crema en la nariz, y ella suelta una carcajada lacrimosa. En realidad no suele ponerse tan dramática, pero hay algo en mis cumpleaños que la pone triste y alegre al mismo tiempo.

Y si ella se pone así, yo me pongo así también.

—Lo sé —responde alzando las manos en un gesto de impotencia—. Soy patética —baja los brazos, me abraza y me aprieta fuerte. Tanto que el grumo de cobertura se me pega en el pelo.

De todos los días del año, es en mi cumpleaños cuando más conscientes somos de mi enfermedad. Supongo que es porque ese día marca el paso del tiempo. Un año más encerrado, sin perspectivas de cura en el horizonte. Un año más en el que me he perdido todas esas cosas que hacen los adolescentes normales: el carné de conducir, el primer beso, el baile de fin de curso, la primera ruptura, el primer rayón en el coche; un año más en el que la vida de mi madre se ha limitado a trabajar y a cuidar de mí. Cualquier otro día del año, es fácil –más fácil, al menos– ignorar estas omisiones.

Este año se nos hace un poco más cuesta arriba todavía. Quizá sea porque cumplo dieciocho y técnicamente ya soy adulto. Tendría que estar a punto de marcharme a la universidad y mi madre debería estar lidiando con el síndrome del nido vacío. Pero el SCID no me deja ir a ninguna parte.


(🎂)

Más tarde, después de cenar, mi madre me regala un caja de acuarela preciosa con la que llevo meses soñando. Vamos al salón y nos sentamos a lo indio en la mesita baja. Esto también forma parte de mis rituales de cumpleaños. Mamá enciende un sola vela en el centro de la tarta. Yo cierro los ojos, pienso un deseo y apago la vela de un soplido.

—¿Cuál ha sido tu deseo? —Me pregunta ella en cuanto abro los ojos.

Sólo hay una cosa que puedo desear: un remedio mágico que me deje correr libremente por ahí cómo un animal silvestre. Pero nunca lo pido porque sé que es imposible, cómo desear que las sirenas y los dragones existan de verdad. En vez de eso, suelo pedir cosas más realistas, cosas que no nos pongan tan tristes.

—Que haya paz en el mundo —contesto.

Tres pedazos de tarta más tarde, empezamos otra partida de Intelect Instantáneo. Tampoco gano esta vez. Ni siquiera me acerco. Mi madre usa sus siete letras para formar EXAGNA y lo pega a una L que está libre. EXAGNAL.

—¡Eh, no vale! —protesto.

—¿Cómo que no? ¡Está claro que es HEXAGONAL! —replica ella lanzándome una mirada traviesa.

—Pero tendrías que haber puesto la H en lugar de la E. Podemos saltarnos las letras que no se pronuncian, pero no hay que cometer faltas de ortografía.

—Claro, pero la H no se pronuncia, ¿no?

—Mamá, eso es trampa y lo sabes.

—¡Pero si es que es verdad! —insiste—. Nada, nada. Te digo yo que vale. —Meneó la cabeza —la palabra se lee perfectamente escrita así —remacha ella.

—Mira que eres cabeza hueca... —Suspiro, y levanto los brazos dándome por vencida —. Venga, está bien.Apúntatela.

—¡Síiiiii! —exclama ella haciendo un gesto victorioso con el puño. Sin dejar de reír, mi madre cuenta los puntos, que suman una cantidad astronómica. Ni en sueños podría alcanzarla. —¿Sabes qué? —me dice-, nunca has llegado a entender cómo va este juego. En realidad, se trata de un juego de persuasión.

Me sirvo otro pedazo de tarta.

—Eso no ha sido persuasión —replicó —. Ha sido trampa.

—Me da igual que me da lo mismo —responde, y los dos nos echamos a reír—. Tranquilo, ya me ganarás mañana al Pictionary Magnánimo.

Cuando termino de perder la partida, nos vamos al sófa para ver nuestra película favorita: El jovencito Frankestein. Otra parte de nuestro ritual de cumpleaños. Apoyo la cabeza en el regazo de mi madre y ella me acaricia el pelo mientras los dos reímos de chistes que llevan años haciéndonos gracia. Con todo, no está tan mal cumplir dieciocho años.

TodoTodo || HopeVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora