A quien quiera que se le hubiera ocurrido poner anatomía aplicada un viernes a primera hora le iban a pasar un par de cosas si se descubría quién era. Obligar a los alumnos a sentarse durante unos cincuenta minutos y escuchar las palabras de un hombre que ni siquiera era médico era una tortura medieval traspapelada al siglo veintiuno. Hay que matizar: es escuchar, no entender o prestar atención, lo que se hace en esa casi hora, y hay varios puntos claves en esto.
Para comenzar, ese hombre era biólogo. Había estudiado cosas humanas, sí, pero todas las referencias que hacía eran o sobre animales o comparaciones con plantas, o cosas por el estilo. Y, para ser sinceros, a casi nadie le interesaba saber qué tejidos formaban la capa externa del estómago de una abubilla (aunque al menos aquel día habían aprendido que esa palabra se escribía con dos bés).
Otro motivo era que la anatomía no es una asignatura de entender, no en general, al menos. Por supuesto que hay que comprender los conceptos básicos, pero si sabes la función del sistema muscular, no te vas a preguntar por qué un bíceps es un bíceps y qué aplicación tiene (a ver, puedes hacerlo, pero o bien la respuesta es obvia o no tiene sentido).
Pero lo más importante es que eran las ocho de la mañana, y las voces monótonas no ayudaban.
Probablemente todos los alumnos habrían podido explicar todas esas razones si hubieran tenido la energía para hacerlo. O si en general hubieran estado despiertos.
La clase tenía pinta de seguir igual de aburrida en toda su extensión, hasta que, quince minutos después de que sonara el timbre, un alumno con las mejillas rojas apareció por la puerta.
–Llegas tarde–proclamó Alfonso.
Él debía ser de los pocos profesores que se regodeaban en echar sermones a sus alumnos. Disfrutaba con ello, parecía ser su único entretenimiento. En el fondo, todos sabían que el hombre estaba amargado; su sueño era investigar y convertirse en un referente de la biología y se había quedado en profesor de anatomía en una ciudad perdida de la mano de Dios.
–Lo siento. ¿Puedo pasar?–preguntó el chico. Daba la impresión de que había corrido para llegar lo antes posible, y su respiración aun era entrecortada y jadeante.
–¿Tienes algún motivo para haber llegado media hora tarde?
Aquello era una mentira como una casa (apenas había pasado un cuarto de hora), pero nadie tenía valor suficiente para replicar. Ni valor ni ganas de que les cayera un parte.
El pobre chico seguía en la puerta, sin pronunciar palabra. Su mano estaba apoyada en el pomo, y parecía que quería salir corriendo, desaparecer de ahí lo antes posible. Eso habría sido muy poco discreto, por desgracia.
Helena, a pesar de estar un par de filas más atrás, adivinó el curso de los pensamientos de su compañero de clase. Darío (que así se llamaba) se habría quedado dormido y habría salido corriendo de casa. Habría ido tan rápido que no le habría dado tiempo de pensar una excusa sólida y más o menos irrefutable con la que contentar a Alfonso, y ahora no sabría qué demonios hacer para salir de esa.
–Profesor–habló con voz clara, a la vez que levantaba la mano. Las cabezas de sus compañeros se volvieron hacia ella–, por mucho que entienda que hay que saber por qué Darío llega tarde, creo que es más importante que acabemos de dar el tema, porque el examen es la semana que viene y aún nos falta la mitad por dar. No queda mucho tiempo.
Al hombre no le sentó del todo bien aquello. Esa chica había razonado las cosas de forma muy educada y, sobre todo, muy bien argumentada. Le había metido en el compromiso social de tener que acceder a sus palabras si no quería quedar mal delante de sus alumnos (lo cuál era estúpido, ya que no les caía bien de antes). A regañadientes, asintió con la cabeza.
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Posdata:
Novela JuvenilA veces las cosas salen al revés. Los diarios no son como los que salen en Pinterest, primero de bachillerato son ganas de tirarse por una ventana constantes y no te puedes olvidar de tu ex. Además, que los ojos y oídos del instituto te regale regal...