Extraño a Pichuco. Es decir, que no se malinterprete. Extraño aquella persona que alguna vez fue, esa figura paterna que todo lo daba sin reprochar nada a cambio. A mi cortaedad conocí a muy pocas personas que se dedicaran al trabajo como él.
En su niñez se las vio difícil. En su familia escaseaba la comida y había muchas bocas que alimentar. Era el menor de siete hermanos y tan unido a su madre como te puedas imaginar. La idolatraba porque a pesar de sus carencias económicas y de su humilde casa, sus almuerzos y cenas se convertían en un comedor comunitario. Tres hermanos del corazón se integraron a la calidez del hogar.
Ollas de aluminio se repletaban de verduras. Calabazas, papas, zapallitos, zanahorias que obtenían a través del trueque e invadían con su aroma la vivienda de Pichuco.
Los árboles frutales que poseían en el extenso patio trasero, eran capital de los Carrasco. Un bien de vital importancia que les permitía generar una entrada a la economía familiar. Convivían con una estrategia y cada integrante la memorizó al pie de la letra: si desde el mercado no se efectuaba la paga, los frutos se intercambiaban por variedad de hortalizas.
Limoneros, naranjos, ciruelos y mandarinos plantados por mi abuelo paterno. Según conozco la historia, la jornada laboral inició una mañana de primavera. En un área que permitiera luz directa del sol durante un par de horas para lograr un buen desarrollo y producir una fruta sana, cavaron hoyo tras hoyo, de manera que quedaran enfilados y con una prudencial distancia para no atosigar a los árboles.
Prepararon la tierra y comenzaron con la plantación asegurándose de apretar alrededor de las raíces y de respetar la posición vertical. Desde ese momento, la familia Carrasco se abocó al cuidado de las plantas. Estacaron aquellos árboles que lo requerían con palos y retazos largos de tela, y cubrieron las áreas de cada árbol con una capa de mantillo orgánico que les permitía retener la humedad y proteger las raíces. Religiosamente mantenían la poda y el riego.
Pichuco creció con la boscosidad de ese paisaje que daba a la ventana de su habitación donde la frescura y la fragancia de los frutos se esparcían al interior de la casa cuando ventilaban.
Recuerdo cuando, sentado a mi lado en la cama, contaba sus travesuras. Tenía alma de líder y creativas ocurrencias para sobrevivir, siempre trabajando como motor de progreso.
Arreglaba baldecitos agujereados de los vecinos y ayudaba a las señoras del barrio con las bolsas de supermercado a cambio de unas pocas monedas. A sus catorce años, ya era un pequeño gran obrero y en su tiempo libre colaboraba con mi abuela a producir mermeladascaseras para la venta.
Su cara se difumina cada día que transcurre. Lo único que queda es su sangre en mis venas y el apellido como identidad.
A veces tengo una sensación horrible en el pecho. Temo porque vuelva a aparecer y anhelo con todo mi corazón que si algún día lo hiciera, sea por redención. Porque desapareció una noche de nuestras vidas con un estado de embriaguez tal que derramaba cada gota de alcohol de su cuerpo. Se evaporaban sus palabras y su intento de reprimirnos desaparecía cuando su rostro rebotaba contra el piso de cerámica. No podía sostenerse, ya no podía sostener su vida.
De aquel galán que alguna vez vieron los ojos de Carmela, no quedó nada y aquellos días de gloria se esfumaron. El dolor más profundo se presentó cuando supimos que se había convertido en un linyera.
Su hogar eran los bancos de las plazas y cordones de las veredas, y a las bebidas blancas las intercambió por cajas de vino tinto que se convirtieron en sus mejores aliadas.
Cuando Pichuco se marchó, Carmela decayó lentamente hasta quedar postrada en una cama. Desaparecieron sus fuerzas y lo que aún quedaba de amor por su desconocido marido.
Junto a Coca nos hicimos cargo de los quehaceres cotidianos y decidí que como hermana mayor debía hacerle frente al asunto. Terminé como niñera y eso colaboró con las compras que requeríamos para sobrevivir.
No puedo olvidarme de Catalina, la amiga de toda la vida de mamá. Sería injusto de mi parte si así lo hiciera. Cata fue nuestra protectora, nuestro ángel guardián. Desde el minuto cero, se encargó de administrar la economía del hogar. El poco ingreso que generaba, lo repartía para abonar servicios de luz, gas y televisión, además de la comida.
Ante los ojos de los demás, demostrábamos ser ágiles y corpulentas. Y simplemente, al final del día, tan solo éramos unas pequeñas niñas vulnerables y frágiles. Fue como nuestra segunda mamá. A ella mi más sincero cariño.
Levantábamos sus brazos y apoyándolos sobre nuestros cuerpos, la arrastrábamos hasta el baño. Sentada en una silla procurábamos ducharla delicadamente. No emitía sonido encerrándose en la tristeza de su mirada.
Con Coca nos turnábamos para darle de comer. Preparábamos papillas de todos los sabores para intentar que ingiriera tan solo una pequeña porción. Con paciencia y esfuerzo, Carmela aceptaba que sus niñas le abrieran la boca. Derramaba sus lágrimas. Las nuestras también.
Un día de esos que no quería llegar a casa, observé las cortinas del cuarto de mamá entre abiertas. Intenté ubicar mis llaves que había arrojado en la mochila. El corazón estallaba porque en ese milésimo de segundo, imaginé la propia muerte de mi madre.
Morboso, lo sé. Me temblaba el pulso y los ojos se nublaron. El aire no llegaba a los pulmones y pensé que me desmayaría ante tamaña angustia.
Abrí sigilosamente la puerta, asomé mi nariz y junté fuerzas para entrar. El llanto se hizo eco de sí y creí que se venía el mundo abajo. Caminé lento, muy lento... paso a paso rogando no encontrar la terrible escena.
Aceleré hasta el cuarto, mamá no estaba. Corrí hasta el baño, tampoco hubo noticias de Carmela. Nuestros cuartos, el comedor... la casa se volvió infinita.
De repente, oí ruidos desde la cocina y ahí estaba Carmela, parada frente a la pared manteniendo una conversación de lo más profunda. Me acerqué y procurando no asustarla apoyé mi mano en su hombro. Por primera vez, en mucho tiempo, supo mirarme alos ojos.
Una cruz de bronce, una vela blanca encendida y un par de estampas estaban colocados prolijamente sobre la mesada. Esa tarde conoció el refugio en el rezo, en Dios y en la virgencita de Guadalupe.
ESTÁS LEYENDO
Eterna Clara (primeros capítulos) Nueva edición en físico por Ediciones Fey
Teen FictionA Clara no le gusta su nombre, aunque la describe a la perfección: optimista, justa e inquebrantable. Pero los tormentos del pasado y un amor, que solo existe en la complicidad del silencio, hacen que sus palabras se atoren y solo pueda contarlas a...