Coca

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Crecieron en un hogar cálido al calor del amor y el afecto de sus padres. Apenas su única hija cumplió el primer año, Fernando Carrasco tomó la decisión de construir una nueva casa con la fuerza de sus propias manos.

La vivienda de la calle Larrea era acogedora y tanto Pichuco como Carmela reinventaron el amor imaginando un futuro juntos.

En un contexto económico y político incierto, se convencieron de que solo con el acompañamiento mutuo podrían salir adelante. Empeñaron todo lo que tenían a su alcance.

Carmela poseía a su nombre un pedazo de terreno que había heredado de sus padres. El lote alcanzaba para edificar una amplia casa y sobraba espacio para un patio trasero. Los movilizaba ciegamente conseguir el bienestar de su hija Clara.

Pichuco puso a la venta el Renault 4, popularmente conocido como "Cuatro Ele". No lo dudaron, necesitaban invertir. Clara era inquieta, comenzaba a dar sus primeros pasos y habían resuelto iniciar la obra cuanto antes. La urgencia comprometía cimentar cuanto antes paredes, techos y pisos. Mantener un alquiler ya no se consideraba una opción.

Como jefe de obra, Pichuco procuró contratar a los albañiles que la ejecutarían. Su trabajo consistía en dirigir, delegar las tareas abocadas a la construcción y colaborar con cuanto pudiera. La paga era diaria y por avance de obra. A la edad de catorce años, comenzó a desempeñarse como peón de albañil para ganarse el mango. Aprendió el oficio y prontamente prestaría su servicio a diferentes empresas constructoras de la provincia de Buenos Aires. Descubrió su verdadera vocación.

Corría 1992 cuando, instalados en su nuevo hogar, Carmela anunció su segundo embarazo. Era una tardecita templada de abril como aquella cuando se conocieron.

Once años de intenso amor, se completaba con la llegada de un nuevo integrante a la familia Carrasco. Jamás creyeron que Carmela con cuarenta y tres años daría otra vez a luz.

Esa noche de los últimos días de febrero, habían hecho el amor apasionadamente como la primera vez. El calor de sus cuerpos lo recordaron. Cada roce, cada beso en la piel quedaron grabados con intenso ardor. Sintieron que era el inicio de una nueva etapa en sus vidas.

Tenían casa propia, que pudieron levantar con sudor y sangre, y estaban listos para experimentar la vida que siempre imaginaron con Clara. Esa segunda noche instalados en esa sencilla, pero moderna casa, consumaron a Daniela.

Estaría a su lado para siempre. Coca y Clarita supieron apoyarse mutuamente y con el transcurrir del tiempo afianzaron la relación más profunda de hermandad. Se lo contaban todo. Amores, desengaños, sueños, inseguridades, tristezas.

—Clarita... ponete cómoda en el sillón que te hago escuchar el nuevo tema que compuse —surgió así, de repente, y necesitaba canalizarlo. Eran las palabras de Coca cada vez que invitaba a su hermana a ser parte de su apasionada música.

Largas horas las unían y Clara oía atentamente la majestuosa voz de esa pequeña. El ambiente se tornaba armonioso y se entrelazaban melodías que soltaban ecos de pureza angelical.

Mientras Carmela preparaba el almuerzo, era habitual que se diera inicio al repertorio de folclore o rock nacional. Se complementaban el aroma, la calidez y la sencillez de un hogar que impregnaba cariño.

Cariño por lo que supieron construir juntos. Con esfuerzo, dedicación y humildad criaron a sus hijas que ya transitaban la compleja y maravillosa experiencia de la adolescencia.

Dos preciosas mujercitas. Una fiera como un león, con sus cabellos rubios al viento y con su música como bandera. La otra, valiente, de cabellera castaña y larga, con unos ojos profundos como el mar sereno y con el corazón más bondadoso que pudiera existir.

Voluminosos cuerpos y una estatura similar. A la vista de los demás eran confundidas como mellizas, lo que provocaba incontables momentos de carcajadas. Pronto supieron tomarlo con gracia y entre confidencia, se hacían pasar la una por la otra ante aquellos desconocidos que creían que habían nacido el mismo día.

Coca representaba la madurez absoluta para hacer frente a circunstancias inesperadas. La explosión de un volcán cuando de defender se trataba. No guardaba nada y las palabras sobraban para cantar la justa. Sin pelos en la lengua, sin vueltas.

Su humor cíclico despertaba el enojo de Clarita cuando no lograba decodificar a su hermana.

—¡Caprichosa! —tartamudeaba Clara, ante la imponente presencia de Coca. Luego las dudas de Clara: "¿Para qué me meto en las discusiones de Carmela con Coca? Al final siempre en el medio".

No lo podía evitar, era parte de su esencia querer apaciguar los conflictos que por lo general terminaban con portazos giratorios de Coca.

Más allá de su personalidad cambiante, en la pequeña preponderaba una mirada de la vida que muchas veces Clara no comprendía y esa era su fortaleza. No pensar tanto y actuar. Actuar en consecuencia.

Viernes 4 de la madrugada

Un verano que se anunciaba intolerante y una noche donde no corría aire las juntó a las tres mujeres en la habitación matrimonial frente al televisor. De repente, las salidas nocturnas fueron cada vez más habituales en un Pichuco que lentamente se convirtió en un perfecto desconocido.

Amaba a sus hijas. Eran la luz de sus ojos, el sentido de la vida y el aire que respiraba. Veía en sus jovencitas las cualidades de Carmela cuando la conoció en aquellos dorados años ochenta. Puras, responsables y atentas, era un agradecido de la vida.

A mediados de los noventa, el negocio gradualmente decayó. Las empresas nacionales comenzaron a ser privatizadas y se contrataron empleados extranjeros de todas partes. Cada vez se generaban menos fuentes de trabajo y el servicio de construcción de Fernando se vio afectado.

Ante tamaño contexto de incertidumbre decidió dedicarse a otra cosa para contar con un sueldo fijo que le permitiera mantener a su familia. Chofer de camión fue la alternativa. Al cabo de un mes trabajaba para una importante empresa local de transportistas.

Al principio Pichuco demostró su interés y debido a su personalidad pujante, reconoció que su nueva labor se adecuaba a las circunstancias que lo atravesaban. En la semana viajaba recorriendo la Provincia para trasladar mercadería y electrodomésticos de todo tipo; y el trabajo y la paga abundaban en tiempos de cosecha.

Transcurría el año 2005 cuando sucedió el primer episodio. Se oía el refunfuñar de la voz de un hombre que en su intento de colocar la llave por la cerradura, se caía al suelo. Empujaba con una fuerza que desentendía.

—¡Abrí, Carmela! ¡Abrí esta maldita puerta porque juro que la tiro abajo! —gritó con violencia. Las chicas saltaron de la cama y Carmela en un intento por calmarlas, les ordenó que volvieran a sus dormitorios mientras observaba el estado impresentable de su marido.

En el silencio de la noche, las blasfemias y golpes resonaban en la calle de un barrio tranquilo. Bajó inmediatamente la persiana y decidida fue a buscarlo. Jamás lo había visto de esa manera, ni siquiera en su época de noviazgo y se prometió que sería la única vez que le permitiría llegar a su casa en esas condiciones.

Y otra vez, en la penumbra más oscura, se había ahogado en un torrente de whisky.

Eterna Clara (primeros capítulos) Nueva edición en físico por Ediciones FeyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora