Ha pasado un tiempo desde la última vez que me senté a escribir. Desconozco si aún tengo ese toque de delicada malicia que llegó a hacer que un par de personas se asomaran a las librerías preguntando por mi seudónimo. Lo cierto es que, el desuso al que he condenado al más importante de mis talentos no debería ser la razón que impida mi regreso a las letras. Por el contrario, este debería ser el percutor que me impulse a regresar al asesinato con que siempre adoré escribir.
He escrito sobre tantas cosas a lo largo de mi vida, y al mismo tiempo siento ese desagradable cansancio que padece aquel que no puede evitar seguir hablando de lo mismo. Será acaso porque en realidad nunca cambié de tema, si no que disimulé mi angustiosa falta de originalidad variando los métodos y estructuras, construyendo nuevas casas con los mismos ladrillos.
Y luego vi derrumbado el castillo de paja donde por tanto tiempo fui rey. Ese castillito hecho de palabras me convirtió en el perro que han pateado tanto en la calle, que ahora sale corriendo cuando lo van a acariciar. Por mucho tiempo pensé que mi escritura tenía poder sobre los demás, y luego tuve que derrumbarme ante la revelación de que yo no tenía poder sobre mis letras.
Ya entendía que escribir me era tan necesario como respirar, pero no me había dado cuenta de que, de muchas maneras, escribir se me había vuelto tan dañino como el vicio de fumar. Las palabras eran el arma afilada con que mi propia alma se hería sin misericordia, eran el registro de la tristeza de mi alma, su reivindicación, su eternización, su reconstrucción en nuevas tristezas, y cuando caí en el pozo más profundo y volví a salir de él, odié la escritura, la repudié como repudio mis vicios previos, la repudié como repudio hoy mi anterior masoquismo y negligencia.
No volví a escribir, porque la escritura se volvió sinónimo de patadas para este perro.
Luego, emprendí una nueva empresa.
Me enteré, por mis propias reflexiones, de que la desgracia y la escritura se habían vuelto en mí dos cosas inseparables, dos entes parasitarios entre sí. Y me propuse entonces separarlas, darles independencia, conquistar el privilegio sagrado de padecer la tristeza sin tener que escribirla, y así explorar la posibilidad de componer sobre otras emociones.
Bien lo han dicho ya otros más ilustres que yo, que de los buenos sentimientos nace la peor literatura. Pero perdí el interés por hacer buena literatura, y gané deseos de vivir una buena vida. Me di cuenta de que la buena literatura está llena de sufrimiento y angustia. Por eso, cuando me interesé por eso que le llaman felicidad, tuve que volver a aprender a escribir desde cero. Tuve que explorar palabras felices. Tuve que experimentar con verbos felices, adjetivos felices, sustantivos felices, adverbios felices, y hasta artículos felices. Tuve que buscarle los acordes mayores a mi guitarra y cambiarme los ojos para buscar otros colores en las cosas.
Es cierto que al hacer todo esto, mi vida cambió de formas que nunca creí posibles. Es real, que conocí caras del mundo que pensé eran solo leyendas antiguas de tiempos mejores. Pero también es verdad, que mis textos no llegaron a recobrar esa fuerza tan vibrante que los caracterizaba, esa capacidad de rasgar el alma con un puñado de palabras bien escogidas. A veces lo logré, pero debo decir que con tamaña dificultad era capaz de escribir algo que causara el mismo impacto que su equivalente triste de tiempos anteriores. ¿Por qué es tan difícil escribir algo que valga la pena sobre las cosas buenas? Imagino que es por la misma razón por la que es más fácil llorar de tristeza que de felicidad. ¿Pero no son esas escazas lágrimas las más hermosas? ¿No es lo trabajoso de su existencia lo que las hace más significativas? Estoy seguro de que con el tiempo olvidaremos muchas de las veces que lloramos de tristeza, pero difícilmente olvidaremos unas lágrimas de felicidad.
No hay entonces por qué condenarse al sepulcro de la mala literatura solamente por haber perdido el interés en la desgracia. Al contrario, esta búsqueda de la lágrima feliz, es de un mérito tan válido como cualquier otro, y de un esfuerzo más notable que el de permitirse por el arte, el descenso hacia la nada. Es por esto que hoy, la escritura y yo hemos hecho las paces. Tuve que dejar de amarla, para poder llegar a amarla de otra manera. Quien sabe qué maravillas descubra ahora mientras escribo, y de cuantas deba divorciarme en el futuro para llegar a conocer otras más. Así es escribir, cuando el mundo se nos acaba, tenemos que volver a empezar.
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Una y mil veces
Short StoryTextos esporádicos y repetitivos, como un diario suprapersonal, extrapolación de las personas en mí. Cosas escritas en cualquier parte, a mitad de una clase, en el autobus. La misma cosa dicha una y mil veces de forma distinta.