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ARIA.

Sólo existía una palabra para describir como me sentía en este preciso momento y era: ansiosa. ¿O no...? Quizás emocionada, eufórica y apunto de abrazar a cualquiera que se sentara a mi lado.

Definitivamente era una mujer de muchas palabras que jamás podría usar sola una para definir algo en concreto.

Lo que estaba a punto de hacer era una locura y no podía dejar de pensar en todo lo que podría suceder en los próximos tres meses de libertad que tendría lejos de Londres.

Al ser una Rivers, mi vida siempre había estado llena de obligaciones hasta que cumplí los dieciocho años, cuando las cosas se aligeraron sólo un poco para mí, pues decidí salirme de la casa de mis padres y empezar a tener mayor independencia. No era que mis padres estuvieran todo el día en su casa, a decir verdad ellos tenían cosas más importantes que hacer; como viajar, trabajar y preocuparse de su imagen, pues eran dueños de una de las mejores cadenas hoteleras a nivel mundial y ahora mismo mi hermano, Andrés, estaba construyendo un nuevo imperio para la familia en el mundo del modelaje y la moda.

Sí, esas personas amaban el dinero y por ello debían trabajar sin descanso; sin embargo, mis planes eran algo... diferentes.

Comprendía que una vez que regresara tendría que ponerme a trabajar en los hoteles de mi padre —ese fue el trato que hice con Diego, mi progenitor—, había estudiado administración de empresas sólo porque él lo quiso y lo hice bien, fui la mejor de la clase y una de los muy pocos egresados por excelencia.

Me habían criado para ser la niña perfecta y a veces quería vomitar por ello.

Odiaba los números, odiaba los hoteles de mi padre y odiaba ser una Rivers.

Hasta ahora estuve manejándome con el apellido de mi madre, Johnson, para evitar que existiera una preferencia hacia mi persona.

Todo el mundo quería caerle bien a un Rivers y yo era el tipo de Rivers que no quería que todo el mundo le besara los pies; y sí, era la única de la familia que pensaba así. Muchas veces Andrés me había dicho que por eso no tenía amigas, pues a nadie le interesaría ser amiga de un don nadie.

Mi hermano era tan, pero tan adorable.

Aunque debía admitir que fue con ayuda de mi hermano que evité ser presentada como una Rivers a mis dieciocho ante los medios, por lo que todos sabían que había una Rivers, pero aún no tenían el placer —porque sí, ver mi hermoso rostro debería ser un placer para cualquiera— de conocerme.

Mis días de libertad estaban llegando a su fin, Diego me lo advirtió, pronto todos sabrían quién era y ya no podría seguir escondiéndome de ese mundo que no era de mi agrado. No podría moverme de un lugar a otro sin ser observada porque obviamente todos querrían saber qué tan perfecta era la hija menor de Diego Rivers.

—¡Dame mi libro! —Respingué al escuchar el lloroso grito de una niña y vi que un niño corría en mi dirección con un libro en la mano mientras una pequeña corría tras de él.

Quitárselo fue fácil, y satisfecha entregué el libro a su dueña. El niño gruñó con tristeza, claramente se le había acabado la fiesta mientras esperábamos nuestro vuelo, y la pequeña sonrió con felicidad.

Ella se fue corriendo y el chiquillo la siguió regalándome una última mirada de enojo. Eran hermanos y lo cierto era que me costaba entender ese jueguecillo de torturar a la hermana menor. Andy jamás hizo algo igual, al contrario, si alguien se atrevía a molestarme, era carne muerta. Pero... Andrés nunca fue un niño normal, ni siquiera ahora era una persona normal porque mi padre lo tenía atado a todas las responsabilidades familiares.

Tú perdónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora