El invernadero

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No es como si hubiese una diferenciación real dentro del Inframundo entre el día y la noche, era una de las cosas que más desquiciaba a todos los nuevos habitantes. Con el tiempo uno se acostumbraba y descubría que tenía un ritmo propio, incluso un cambio de luz, pero de primeras la aparente eternidad estática del lugar eran una de las torturas del sitio en las que su rey no tenía nada que ver. El señor de esas tierras se había acostumbrado y lo conocía, pero eso no quitaba que lo siguiese encontrando aburrido el lento paso del tiempo. La muerte es segura y constante, la tierra de la muerte no podía ser de otra manera, y él entendía bastante de ser encerrado como el primero en ser comido por su padre, el estómago de un padre no es el lugar más feliz para pasar la infancia.

Se preparó para un nuevo día de trabajo. Aunque no tenía necesidad de quedarse en el tribunal, a veces pasaba el día entero allí, unas veces maravillándose con esas historias humanas y otras sorprendiéndose con su crueldad. Pero no tenía ganas de enfrentarse a ese cometido ese día, al menos no después del pesado día anterior.

Uno de los hijos heroicos de Zeus al parecer había decidido hacer una misión que según le dijo sería épica y tenía que bajar a tocarle la moral a su tio como parte del trabajo. Más de una vez había pensado seriamente en dejar encerrados a los héroes que bajaban por algún tipo de tarea a su reino, dejar que uno de los cerberos se lo comiese para que les sirviese de lección, que viesen como habitantes lo que era su reino. Pero en el fondo no era capaz, ellos no solían tener la culpa, sino que eran víctimas colaterales de su hermano. Porque había dos cosas que su hermano Zeus no parecía capaz de hacer: guardarse su miembro una temporada ni dejar de buscarle problemas a los demás. Cuando se sentía demasiado hastiado del Inframundo pensaba que al menos allí a penas tenía que verlo, ni a él ni a los demás dioses, que no es que fueran mucho mejores que su rey.

Aunque fuese un dios, a veces le dolía la cabeza, según Hécate esto le pasaba más que a los demás porque a diferencia de los otros no la tenía hueca. Su súbdita y amiga le preparaba a veces un bebedizo de hierbas que hasta ahora no le había fallado, lo tenía a mano y después de beber un poco, volvió a tumbarse esperando el efecto.

No pudo evitar pensar en la compañía de la bruja. Llevaba mucho tiempo sin verla y casi no la había reconocido, su madre la escondía bien, cosa que conociendo lo que se movía por el Olimpo le parecía un comportamiento extremadamente sensato por parte de Deméter. Sabía que tenía fama de protectora, no le extrañaría verla imitar la vieja historia familiar de castraciones con guadañas si alguien se acercaba a su preciosa florecilla. Se dijo a si mismo que si había una madre capaz de castrar al mismo dios de los muertos esa era Deméter, osea que nada de mirar en esa dirección.

Tampoco tendría muchas oportunidades de hacerlo, y se felicitó a su pesar por ello. No era solamente su aterradora madre, sino que él sabía que la diosa de las flores por poco miedo que le tuviese no resistiría el peso sus emociones. Ella era tan… Viva. No era solamente su belleza, que no era fácil de obviar de per se, es que resplandecía vitalidad, y eso era que algo no solía ver precisamente.
Con la cabeza más despejada pero con unos pensamientos más problemáticos instalados en ella, decidió que sería buena idea pasear por sus dominios y comprobar que todo marchase como debía. No es que hubiese muchas incidencias, pero cuando las había si no tenían cuidado eran espectaculares. No tardaron mucho en informarle de que le estaban buscando, Hermes requería de su presencia. “Bien” se dijo a si mismo mientras espoleaba a los caballos “que me siga buscando”. No es que tuviese nada especialmente contra el conductor de las almas a su reino, pero a la que te descuidabas te llenaba la cabeza de sus majaderías y precisamente la cabeza acababa de dejar de molestarle para ir a ver a un dolor de cabeza con sandalias aladas. Sabía que no tardaría en encontrarlo igualmente, pero eso no significaba que fuese a ir mansamente a su reunión, después de todo era el dios de esos dominios y no tenía porque acudir al llamado de nadie.

Fingió no verlo hasta el tercer grito, a veces su desesperante Psicopompo (conductor de almas) era más inevitable que las propia muerte.

-Hades, para, por todos los… -el dios de los ladrones casi se estampó con el carro cuando le hizo caso abruptamente- Saludos, dios de la tierra de los muertos y la riqueza, custodio de… ¡Sabías que te estaba buscando y te ha dado igual!

-Pensaba que te vendría bien un pequeño entretenimiento -dijo sin esforzarse ni un poco en mentir para aplacar al otro.

-Vengo a entregarte un mensaje de Zeus, van a reunirse y todos esperamos y queremos verte allí.

Cogió la invitación enarcando una ceja. Estaba seguro de que requerían su presencia, pero eso de que quisieran verle… Se llevaba bien con bastantes pocos dioses, la mayoría le temían. Hermes era una excepción por sus constantes viajes al Inframundo y, no tenía sentido negar lo evidente, porque ese sinverguenza no parecía temerle a nada.

-¿Esto no es el trabajo de Iris? -leyó con desgana la recargada invitación.

-Sí, pero me ha pedido que ya que viajaba por aquí, si podía…

-Que le sigo dando miedo y prefiere no verme, la entiendo Hermes, llevo en esto mucho más tiempo que vosotros, no voy a enfadarme por una reacción lógica de la mensajera de los dioses.

Después de eso Hermes trató de excusarla, de decirle que no era tan aterrador y que la gente no huía de él, al menos no siempre. El dios tenía labia de sobra para convencer a cualquiera de ello, menos al mayor de los crónidas. Hades sabía que daba miedo, no era que le gustase darlo, pero con el tiempo lo había asumido como gajes del oficio y que su poder era perceptible.

Cuando por fin se deshizo del dios de los mensajeros, leyó más atentamente la invitación, como siempre la mandaban  casi con el tiempo justo para subir en el carro. Tampoco es que le importase llegar tarde, si no fuera porque no podía evitar que todos se le quedasen mirando aun más si lo hacía sería aun menos puntual. Se podría considerar una falta de respeto, pero que ganas tenía de que Zeus se atreviese a reprocharle nada, su relación se basaba en constantes pequeñas provocaciones.

Suerte que el bebedizo estaba casi entero, porque conociendo a su familia le vendría bien tenerlo a mano. Había escuchado de mortales historias terribles sobre lo mal que se podían dar las reuniones familiares, siempre se quedaba con ganas de gritarles aficionados.

Si uno conoce los portales, moverse por el Inframundo es muy rápido, y su señor los conocía perfectamente. No tardaría mucho en llegar, pero sabía que si había pocos alguno se atrevería a buscar conversación, por lo que mejor daba un paseo por los Campos Elíseos antes, más que nada para no quedar del todo deslumbrado al salir.
Era la única zona que le parecía viva, y ese mero pensamiento le hizo recordar a la  joven e indignada diosa de las flores.

Le dieron ganas de parar el carro y pedirle a sus caballos que le pasasen por encima, no podía pensar en ella de ninguna manera, ahora menos todavía que estaba ha punto de volver a verla. Sin más viró con brusquedad, diciéndose a si mismo que era para cambiar su atuendo y no para evitar el nacimiento de cierto tipo de pensamientos. Uno de los grandes reyes debía vestir como tal, aunque no le gustaba la extravagancia, debía dejar claro su estatus. La paleta de colores de su atuendo era básica, iba del negro más puro a una escala de grises. Su tunica gris caía con majestuosidad, su capa ondeaba como las sombras furtivas de la noche más oscura a su alrededor, la coraza pulida gris solamente le añadía aun más majestuosidad. Con solamente un pensamiento previo su cohorte de espíritus le esperaba como a su general y señor.

Puede que fuese a su manera el marginado de entre los dioses, pero no le gustaba que nadie olvidase que era uno de los pilares del equilibrio de todo el universo. Tal vez no le interesasen demasiado las cosas que hacían los habitantes del Olimpo, pero tenía su orgullo como los demás.

Con su yelmo debajo del brazo se volvió a subir, en toda su gloria, al carro. A penas sujeto las riendas el caballo se elevó hacia el techo, y emitiendo un crujido que heló el alma de todos los mortales que pudieron oírlo, el suelo se abrió dejando pasó al señor del Inframundo y a sus huestes.

La vida, siempre cambiante, le esperaba fuera. Y con un breve pensamiento, el señor de los muertos pensó que en cierta manera sus dominios eran comparados a esos campos salvajes como un invernadero. Sin cambiar el rictus, se regañó mentalmente, no era día de pensar en flores.

La Flor Del Inframundo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora