Prólogo: La llegada

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Glasgow lucía un triste tono grisáceo aquellos días de lluvia y niebla. Y aquella mansión, tan añeja y descuidada durante tantos años, veía tintados sus imponentes muros de piedra con el color del cielo encapotado. El rincón donde se encontraba era precioso, colmatado de casas grandes, jardines, parques y árboles centenarios. Las calles eran amplias y parecían pavonearse de su propia limpieza.

Aileen Myrna Watson observaba el barrio con la mirada perdida y el semblante disperso, como si el descanso de la noche pasada no hubiera sido suficiente para ella. La brisa mañanera movía en cadencia sus largos cabellos oscuros mientras entraba por la ventanilla bajada del coche, y sus ojos verdes, a diario nerviosos y chispeantes, acariciaban todas y cada una de las cosas que ante ella pasaban.

-Creo que se encontrará aquí muy a gusto, señorita Watson -opinó Morris, mientras miraba distraídamente calle abajo. Se trataba de un hombre de calva incipiente, orejas disparadas y gran sonrisa de mula. Quizá, pensó Aileen, fuese un poco tonto, pero como agente inmobiliario no tenía precio.

-Quisiera darle las gracias de nuevo, señor Morris. Me habría costado mucho más venir sola hasta aquí.

-¡Tonterías, querida! Soy amigo de tus padres desde hace muchos años. Era cuestión de ser un poco amable.- Se rió nerviosamente y luego señaló hacia un lado de la calle mientras aparcaba el coche junto a la acera-. ¡Mire, allí está!

La casa era enorme, de piedra grisácea y tres plantas altas. Parecía sucia y descuidada, como si hubieran pasado muchos años antes de que nadie hubiese reparado en ella. La parcela gozaba de tres grandes árboles, desnudas sus ramas por efecto del otoño. Y a su alrededor las retamas secas, las zarzas y los hierbajos crecían sin control. Aileen soltó un resoplido de desánimo. Probablemente, se dijo, tardaría mucho tiempo en convertir aquel infierno en un jardín agradable.

Sus ojos se clavaron en la casa de al lado, muy parecida a la suya, y por un momento se dijo que quizá, y solo quizá, aquella estuviese mejor que la suya.

-Bonito lugar, ¿no le parece?

-Ya lo creo.- Se fijó en la casa vecina un poco más, y descubrió que ningún cartel indicaba que estuviese a la venta.

-Morris, ¿esa casa está abandonada?

-No, que yo sepa. Creo que tiene dueño.

Aileen se quedó pensativa. Si alguien la poseía, al menos podría tener la decencia de asearla y cuidarla.

-¿Entramos, señorita Watson?

-Sí, claro -afirmó Aileen, cogiendo la pesada maleta del interior del coche. Ambos entraron en la descuidada parcela, esquivando zarzas malencaradas, hierbas mustias y ramajes muertos. Poco después, Morris abrió la puerta de la casa, entrando en el amplio y polvoriento zaguán.

Unos ojos extrañados les observaron desde una de las ventanas de la casa de al lado, y unos labios, hasta entonces sellados, musitaron unas palabras de desconcierto.

-¡Dios, es preciosa! -exclamó Aileen en cuanto llegó al salón. Cada mueble y objeto se encontraba tapado con sábanas marfileñas, tan cubiertas de polvo que más parecía hubiera nevado allí.

-Hace más de treinta años que no se pisa esta casa. Todo lo que va a encontrarse es de estilo colonial, señorita Watson, absolutamente todo.

-Contaba con ello.

-La verdad es que me sorprendió que sus padres aceptasen que viniese usted a vivir a este lugar. Francamente no es sitio para una jovencita como usted.

-En realidad fue cosa exclusivamente mía, señor Morris. Mis padres solo me ofrecieron el dinero para comprarla -dijo Aileen, riéndose mientras llegaban a una sala paralela al salón. Toda risa acabó de sopetón cuando descubrió que aquella estancia era un hermoso salón de baile-. ¡Un salón para bailar! ¡En mi casa!

-No sé, señorita -opinó el señor Morris, dudoso-. Puede usar esta estancia para otras cosas más útiles.

No, el salón de baile no, pensó alguien en la casa vecina, entre las sombras del más amargo olvido.

-No, Morris. Creo que un salón de baile no está mal en esta casa.

-Como quiera.

Y alguien, sin que nadie fuese capaz de escucharle, suspiró, aliviado.

-¿Y qué hará, señorita Watson? Ahora, digo. ¿Se marchará a casa? Supongo que sí, ¿no?

-No, señor Morris -dijo Aileen, como si fuese una obviedad-. Los de las mudanzas vendrán esta semana, de modo que me quedaré a dormir aquí.

-¿Está segura?

-Sí. Tranquilo, en la maleta he traído algo de comida y un par de mantas. Me las arreglaré con lo que tengo.

-Está bien, lo que desee, pero no me parece muy buena idea.

Aileen esbozó una sonrisa sosegada, como si no tuviese absolutamente nada de lo que asustarse.

-No se preocupe por nada. Estaré bien.

Morris carraspeó un par de veces antes de despedirse con un escueto "nos vemos". Al poco salió de la casa, atravesó el caótico jardín y se marchó en su coche, dejando a Aileen en su nuevo y polvoriento hogar. La muchacha, una vez vio que el automóvil giraba la esquina y desaparecía, dio dos saltos eufóricos y soltó una sonora carcajada. Por fin, quizá, fuese libre después de todo.

Y en la casa de al lado, alguien esbozó una sonrisa mientras observaba a Aileen, clandestino, desde su ventana.

-Bienvenida a casa, Aileen Watson -musitó, inaudible

Y la joven, conteniendo la respiración, entró de nuevo en su casa.

Dos rosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora