—Esa casa está maldita. ¡No sabe lo que se le viene encima, señorita! —exclamó la dependienta de la tienda, una mujer anciana y regordeta con aspecto de cotilla. Aileen la miró fastidiada un instante antes de responder de la única manera que se le ocurrió.
—Oiga, yo solo le he preguntado el precio de las manzanas. Así que, si no le importa, llevo prisa.
—Pues debería escucharla, muchacha —aconsejó de pronto un hombre cincuentón con un tremendo bigote negro—. Créame: vivo casi enfrente de usted, y he visto y oído muchas cosas extrañas tanto en su casa como en la de al lado.
—Mi casa está dos más debajo de la de este caballero —perseveró la dependienta—, y puedo dar fe de lo que dice: se ven y se oyen muchas cosas allí.
—¿Hace cuánto del último incidente en mi casa? —preguntó Aileen con falsa seriedad. Aquellos dos cotillas no parecieron entender el sarcasmo.
—Hará como un mes o menos —respondió el hombre del gran mostacho. La mujer asentía con la cabeza—. Oí gritos jadeantes de hombre en el tercer piso, y golpes.
—Seguramente dos fantasmas estaban retozones aquella noche —se burló Aileen.
Un chico joven que andaba por allí soltó una carcajada.
—Sí, usted ríase, pero verá cómo lo que nosotros le decimos es verdad —dijo la mujer.
—No dudo de su sinceridad, pero francamente no me parece de buena educación asustar así a una nueva vecina —opinó Aileen, esta vez totalmente seria—. Y ya le he dicho que tengo prisa, de modo que cóbreme de una vez, señora.
—¿Será posible? —se quejó la dependienta—. Qué desagradecida.
—Déjela, Maggie. Ya se dará cuenta de su error —replicó el hombre.
—No cuento con ello, caballero —dijo Aileen, guardando en bolsas todo lo que la tal Maggie le daba.
Al fin terminó y pagó a la gruñona dependienta. Cogió las dos bolsas llenas de comida y salió de la tienda en dirección a su casa.
—Si con cosas extrañas se refieren a flores, pues bienvenidas sean las cosas extrañas —dijo en un susurro, para sí, mientras caminaba.
—¿Aileen? ¿Aileen Watson? —preguntó de súbito una muchachita menuda al otro lado de la calle. Tenía la cara redonda y el pelo rubio, liso y largo. Aileen la miró parpadeando repetidas veces, saliendo de sus pensamientos. Le resultaba conocida.
—¡Aileen! Soy yo —explicó la joven, con una sonrisa de oreja a oreja, mientras se acercaba a ella—. Soy yo, Cara. Cara Grey.
—¡Cara! —exclamó Aileen, reconociéndola al fin. Ambas habían sido amigas en su infancia. Cara y sus padres se habían mudado a otro lugar y la amistad se había roto—. ¡Vaya! No te había conocido.
Aileen dejó las bolsas en el suelo y dio dos besos a su amiga.
—¿Qué tal te va, Aileen! —quiso saber Cara, emocionada—. ¡Qué contenta estoy de verte! ¿Qué es de tu vida?
—Pues fui a la universidad, me gradué, y ahora trabajo de bibliotecaria en el centro. Estoy de vacaciones por tiempo indefinido. Las obras del edificio se están haciendo eternas. ¿Y tú?
—Yo aún sigo repitiendo el último curso en mi carrera —explicó Cara con desánimo—. ¿Sabes? Lo pasé fatal cuando me marché. Me costó mucho adaptarme a la nueva vida.
—A mí me pasó algo parecido. Pero el tiempo todo lo cura. ¿Qué haces por aquí?
—He venido a ver a unos familiares que viven un par de calles más arriba. Yo vivo en Edimburgo, pero de vez en cuando me dejo caer por aquí. ¿Cómo es que estás tú por este barrio?
—Vivo aquí. —Aileen sonrió con afecto—. Desde hace un día y medio vivo aquí.
—¡Vaya! ¡Me alegro mucho! ¿Cuál es tu casa?
—Mira, es aquella —indicó Aileen. Ambas estaban justo frente a la casa vecina de la suya.
—Menuda mansión —opinó Cara, observando boquiabierta la casa—. Es preciosa, Aileen. Me alegro mucho por ti.
—Lo mismo digo, Cara. Me alegro de haberte visto de nuevo en mis nuevos dominios.
Cara se rió.
—Espero que nos veamos más a menudo.
—Y yo.
—¡Cara, vamos! —llamó un hombre menudo desde la desembocadura de la calle, sosteniendo la puerta de un coche pequeño color escarlata.
—Aquel es mi padre. ¡Ya voy, papá!
El hombre hizo un gesto de afirmación.
—Bueno, ha sido toda una sorpresa encontrarte otra vez. ¡Ah, se me olvidaba! ¿Cómo vas de novios?
Aileen se ruborizó levemente, pero se cuidó mucho de que Cara no se percatase.
—Mal —respondió—. Hace ya mucho que no tengo novio, tanto que ya me he acostumbrado a ir sola por la vida.
—Lo siento.
—Quizá soy demasiado exigente.
—O ellos poco perseverantes.
Aileen soltó una risilla.
—Me voy ya, Aileen —dijo Cara, que le dio dos besos con auténtico afecto—. Cuídate. Ya nos veremos.
—Lo mismo te digo, Cara.
La jovencita salió corriendo y se metió en el coche rojo. Su padre cerró la puerta, rodeó el coche, entró en él y al poco se marcharon juntos doblando la esquina.
Aileen suspiró. Cogió las dos bolsas y se encaminó a su casa, mientras unos ojos clandestinos la observaban con cariño desde la ventana de la casa vecina.
—¡Oh, amor! —susurró él—. Qué imposible es que me ames tanto como yo te amo a ti, aun sin conocerte.
—Solo quiero a alguien que sea capaz de adivinar qué es lo que realmente quiero —se dijo Aileen mientras entraba en la parcela—. ¿Tan difícil es que exista un hombre así?
—¿Será ella lo que yo busco? —preguntó él—. ¿Sabrá ella querer a un monstruo?
—No quiero un hombre guapo, ni inteligente, ni rico —dijo Aileen, dejando las bolsas en la cocina—. Solo quiero...
—¿Enamorarme? Por supuesto.
—Encontrar el amor.
—Y pienso enamorarla a ella.
—Encontrar el amor en él, y que él lo encuentre en mí, como uno solo —susurró Aileen.
—Aunque me cueste sangre y sudor —musitó él.
—Aunque pase el tiempo, merece la pena la espera si es el amor lo que se está esperando —dijo Aileen, que como un fantasma, sin fuerzas, llegó a su cuarto.
—Mil jardines robaré antes que desesperar en conquistarla —dijo él—, aunque jamás pueda mirarme a la cara.
—Ni siquiera pido poder mirarle a la cara. —Aileen observó, sollozando, su edredón lleno de flores—. Con un manto de flores ya me indica su belleza.
—No creo que redima mi fealdad con flores.
—No hace falta belleza si me cubre de fragancias de mil jardines —dijo Aileen más alto de la cuenta. Él pudo oírla. Se asomó con cautela por la ventana y vio cómo Aileen se tumbaba en la cama, aún llorando, rodeada de las flores de mirto y jugueteando con ellas, mientras descansaban en su seno las dos rosas con la cinta azul y las dos plumas. Él la imaginó oliendo aquellas flores, suspirando tras captar su dulce perfume.
—Te cubriré de fragancias de mil jardines, Aileen. Te traeré las flores más hermosas para ti, y solo podrás verme a través de ellas.
—Cuento con ello —dijo Aileen con suavidad, apenas sin pensar en lo que decía, ignorando lo que él había dicho.
—Cuenta con ello, amor.
Jamás incumpliría esa promesa.
Ella estaba en juego.
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Dos rosas
RomanceAileen Myrna Watson llega a una gran mansión escocesa con la ilusión del primer hogar. Pronto descubre que no se encuentra sola y que, de hecho, el amor llama a su puerta con más insistencia que nunca.