Aileen despertó en medio de maravillosos sueños, preñados de dulzura y fantasía. Abrió poco a poco los ojos y giró la cabeza. A través del balcón entreabierto podía escuchar la melodía de una deliciosa lluvia. Un mirlo cercano canturreaba como si nada en el universo le fuese más importante.
Mucho mejor el despertar que el acostarse, pensó Aileen. Se irguió con pereza y se levantó, estirándose. Fue hasta el balcón dando tumbos y salió para que las gotas de lluvia erizasen su piel. Aquello sí que era una bienvenida. Sonrió. Y con ella sonrió alguien más. Alguien que, desde la ventana del tercer piso, escondido la observaba.
Bostezando, estiró los brazos y se giró, aún en el balcón. El camisón no lograba ocultar las dos alargadas cicatrices de su espalda.
-¡Dios mío! -exclamó alguien. La muchacha lo escuchó con claridad. Se dio la vuelta de nuevo, tratando de encontrar aquella voz que, estaba convencida, acababa de escuchar. Pero no vio a nadie. La calle estaba desierta. La casa de al lado permanecía muda. Todo parecía tranquilo.
Aileen se metió de nuevo en la casa, sin cerrar el balcón para que la suave brisa diese fin al calor reinante en la alcoba. Pero aquella voz... Sí, lo sabía. La había oído.
Se vistió rápidamente y salió al jardín, comprobando que la lluvia comenzaba a convertirse en una fina neblina húmeda. Durante unos minutos paseó entre las retamas secas, las zarzas mortecinas y los hierbajos mustios, imaginando aquí y allá las flores que, creía, conseguiría que adornasen aquel lugar en primavera. Pero de pronto se fijó en algo, algo que no estaba allí el día anterior. Allí, en el suelo, colocadas con mimo frente a la puerta de entrada a la parcela, había dos rosas, una blanca y otra roja, sin espina alguna, atadas con una cinta de color índigo, que también ataba una hermosa pluma de pavo real. Y todo ello cubierto de cristalinas gotas de lluvia. Aileen se agachó y cogió el presente con delicadeza. Se trataba de una combinación de colores realmente preciosa. En un acto instintivo miró a un lado y a otro de la calle. Seguía sin haber nadie.
-No busques, pequeña -susurró alguien, mientras miraba a Aileen, entre las sombras del tercer piso de la casa de al lado-. No busques a nadie que las haya dejado ahí por error. Son para ti.
Pero Aileen no lo oyó. Las miró largamente. Quien hubiese elegido hacer algo tan hermoso debía tener un gusto exquisito. Al fin, sonrió. Eran para ella, ignoraba de quién, pero eran para ella. Las estrechó contra su pecho con dulzura. Jamás había recibido un regalo semejante.
En ese mismo momento, a alguien de la casa de al lado se le aceleró el corazón, y una sonrisa triunfal apareció en sus labios cuando vio que Aileen había aceptado el regalo.
Tan absorta estaba en sus rosas que no advirtió la llegada de un coche de zumbido molesto.
-¡Aileen, querida! -voceó una mujer desde el interior del coche, en cuanto éste aparcó en la acera. Aileen alzó la mirada, importunada.
-Mamá, papá, ¿qué hacéis aquí?
Keanan y Muriel se acercaron a Aileen cuando salieron del automóvil, abriendo la puerta de entrada a la parcela sin pedir permiso alguno.
-¿Que qué hacemos? ¡Pues acompañarte, caray! -resolvió Muriel, sin bajar la voz.
-Mamá, ¿quieres bajar la voz?
-De acuerdo. Vale. ¿Qué tal has pasado la noche, cielo?
-Demasiado bien.- Se volvió hacia su padre con un leve gesto de fastidio-. Papá, ya os dije que no viniéseis. Me las arreglo bien.
-Lo sé, Aileen, pero tu madre se empeñó y...
-¡Ya estamos echándome la culpa, y solo porque quiero acompañar a mi hija!
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Dos rosas
RomanceAileen Myrna Watson llega a una gran mansión escocesa con la ilusión del primer hogar. Pronto descubre que no se encuentra sola y que, de hecho, el amor llama a su puerta con más insistencia que nunca.