Cada uno de los objetos de aquel lugar debía ser terriblemente caro. Los muebles, los candelabros, las lámparas, los espejos... Todo ello parecía sacado de la película Gaslight. Una vez quitó todas y cada una de las polvorientas sábanas que lo cubrían todo, Aileen se apercibió de que, quizá, aquella mansión hubiese pertenecido a una persona de gran poderío económico, además de tener un gusto rematadamente bueno para escoger la decoración. Las flores ornamentales, las guirnaldas, las cenefas, pinturas, policromados y yeserías rebosaban por todas partes. La casa, pensó, perdería todo su encanto sin todo ello.
-Una fregadita aquí y allá, y como nueva -dijo, sonriendo, mientras observaba encantada su ostentosa alcoba, situada en el tercer piso. Sus amplios balcones ofrecían una vista inmejorable de la calle y del barrio. En el techo relucía una barroca lámpara perlada de telarañas y polvo. Poco a poco anochecía. El sol, de por sí oculto tras los nubarrones de tormenta, se escondía ya tras la curva del horizonte.
Dejó su maleta al lado de la cama, aún mirando todos y cada uno de los recargados ornamentos de la habitación. Fue hasta el pomposo armario de madera de ébano y lo abrió. Estaba vacío, a excepción de una pequeña cajita de color azul marino que yacía en un rincón, medio oculta entre las sombras. Se agachó para cogerla y la manoseó con curiosidad.
-Qué raro -murmuró.
En el preciso instante de abrir la puerta, una mirada tras ella, apenas perceptible, la indicó que estaba siendo vigilada. Se dio la vuelta, valiente, con la caja aún entre las manos, mirando hacia la puerta. Pero no había nadie.
-¡Oh, vamos, Aileen! -se regañó a sí misma-. ¿Quién va a estar aquí contigo? ¿Quién va a querer? ¡Nadie!
Pero la sombra de la duda planeó sobre ella. Al fin logró calmarse y miró el interior de la caja. En él, un único pendiente en forma de mariposa parecía llamarla con su resplandor plateado.
-¡Vaya! ¿De quién será esto?
De nuevo notó aquella incómoda presencia, ahí, en la puerta, mirándola como si tratase de burlarse de su soledad. Volvió a darse la vuelta con rapidez, esperando aquella vez encontrar a alguien. Pero, nuevamente, nadie.
-¡Esto ya no me hace gracia! -explotó, malhumorada-. ¡Si quieres presentarte, hazlo, pero no aguanto que se juegue conmigo al escondite!
Nadie osó responder a aquello. Suspiró, metiendo el pendiente en la caja y volviendo a colocarla en el fondo del armario. Deshizo su maleta casi de mala gana y colocó poco a poco en las perchas la ropa que había llevado con ella.
Tras un rato, el tocador pareció pedir a gritos mudos que lo inspeccionase. Se encontraba polvoriento. Una buena cantidad de objetos adornaba su superficie. Su espejo, pese a los años, estaba intacto. Su decoración, en estofado de color marfil y dorado viejo, también lo estaba. Sobre la mesa descansaban fotos enmarcadas, peines, cajas y joyeros. Y también un pequeño espejito de mano, con un exquisito repujado en plata. Sonrió. Aqiellas cosas lograban conmoverla.
Miró entonces las fotos con detenimiento. Parecían decimonónicas. En todas ellas aparecían dos personas: un hombre alto, moreno y apuesto, y una mujer, delgada, de pelo negro recogido en un elegante moño alto y expresión alegre. Parecían ser un matrimonio. Se les veía en la boda, en el campo, en la casa, con tres niños guapísimos...
Cogió una que parecía especial. Solo aparecía la mujer, con una expresión un tanto feliz. El marco estaba roto. Aileen sacó la foto y dejó los pedazos sobre el tocador. La foto en sí parecía gastada y manoseada, como si alguien la hubiera tenido en sus manos durante demasiado tiempo. La giró, y encontró en ella una carta escrita con una letra elegante y maravillosa.
"Mi amado Lionel:
Pocas veces he tenido en mi atormentada vida tan felices momentos como el de ayer. Mi vida, siempre te amé, y nunca dejaré de amarte. Siempre tuviste y siempre tendrás mi corazón entre tus manos. Jamás he dudado de mis sentimientos hacia ti.
Sí, mi amor, me casaré contigo. Le pese a quien le pese. Nadie podrá separarnos jamás. Te amo más que a mi familia, más que a mi hogar, más que al mundo. Te amo incluso más que a Dios, y más que a mí misma. Te amo más que a la propia vida.
Lionel: siempre será así. Siempre.
Angelica."
-Angelica -susurró Aileen, sonriendo, emocionada. Aquel lenguaje resultaba extraño, intenso, especial. Dejó la fotografía sobre el tocador y miró su reloj: eran las diez de la noche. En su maleta llevaba algo de cenar. Comió un par de sándwiches mientras se ponía el ajustado camisón de tirantes y seda azulada. Se soltó el cabello casi descuidadamente, bostezando. En ese momento, aquella presencia indefinible volvió a dejarse notar, esa vez tan cercana e irrevocable que casi consiguió oírla. Gritó, dándose la vuelta con rapidez. Lejos de amedrentarse, corrió hasta el tocador, cogió el espejo de plata y lo empuñó como un arma, lista para golpear con él a quien fuese. Salió del cuarto con una valentía casi insensata, alzando el espejo con fiereza.
-¡Vamos! ¡Ven aquí, cobarde! ¡¿No te atreves con una mujer?! ¡¿Es eso?!
La presencia continuaba allí, en algún lugar, sin huir, sin mostrarse.
-¡Todos sois iguales, maldita sea! ¡Vais de gallitos por la vida, fingiendo que nadie puede encararse con vosotros, hasta que aparece una mujer y os pone donde os merecéis!
La presencia desapareció de sopetón. Y Aileen comenzó a llorar.
-Dios mío... -susurró, dándose cuenta de lo que había acabado de revivir. Los golpes de su hermano Ryley cinco años atrás volvieron a dejarse sentir en su cuerpo con dureza. La paliza de aquel día sin razón ni lógica la dejó dos terribles cicatrices a lo largo de la espalda, y por un instante volvieron a escocerla. Y se acordó entonces del sartenazo que aquella misma semana le arreó, abriéndole la cabeza en dos. Y después recordó a los médicos, que consiguieron sacarle del coma, y a sus padres restándole importancia a su violencia. Y se recordó a sí misma empuñando la sartén, como esa noche empuñaba el espejo de plata.
-Nunca más, Aileen -se reprendió a sí misma, limpiándose las lágrimas-. Nunca más vuelvas a recordar aquello.
Entró en su cuarto y cerró la puerta. Suspiró y dejó el espejo sobre la mesita de noche. Encendió la lamparita y apagó la del techo. Al poco tiempo se metió en la enorme cama de matrimonio y apagó la lámpara. La luz de una farola cercana iluminaba débilmente el dormitorio con un fulgor blancuzco. Cayó dormida en pocos segundos sin siquiera oponer resistencia a los caprichos de Morfeo.
-Duerme, pequeña -susurró una misteriosa voz a su lado-. Duerme tranquila. Nadie va a asustarte más.
Y Aileen durmió profundamente hasta el lluvioso amanecer del día siguiente.
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Dos rosas
RomansaAileen Myrna Watson llega a una gran mansión escocesa con la ilusión del primer hogar. Pronto descubre que no se encuentra sola y que, de hecho, el amor llama a su puerta con más insistencia que nunca.