Las cartas sobre la mesa

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CAPÍTULO 22: LAS CARTAS SOBRE LA MESA

Inés había olvidado cómo respirar, sus ojos seguían clavados en el rostro de Irene, tan perfecto y hermoso como lo recordaba, sin atreverse a parpadear para no perder esa hermosa visión, asegurándose a sí misma que estaba dormida y teniendo un sueño hermoso, era la mejor explicación al hecho de que la joven reportera estuviese en Boston, en su puerta, mirándola con lava en sus pupilas...

Pero no era un sueño, lo constató en cuanto Irene penetró en su apartamento, mirando de arriba abajo con una mueca en sus gestos su nuevo hogar. Ella, como una autómata, la siguió aun sin ser capaz de pronunciar palabra, mientras su mente trabajaba a la velocidad de la luz intentando comprender por qué su mundo se había puesto del revés una vez más.

La morena clavó su mirada oscura en ella una, escrutando su rostro, deteniéndose en las marcas de su insomnio, en sus cabellos alborotados, en su demacrada y pálida tez, mientras sus labios dibujaban una nueva mueca de despecho. Sus palabras, irónicas y cargadas de reproche, como puñaladas, entraron en su alma obligándola a sangrar una vez más, obligándola a recordarse cuánto la había echado de menos, hasta la locura, hasta acabar desquiciada por su falta.

-Veo que escapar te ha sentado bien, te veo fenomenal...

-Irene yo...

-Tú nada, no pienso hablar de ti Inés Arrimadas, he hecho un viaje muy largo para que por una vez seas tú la que escuche.

Tajante, cortante, directa a sus entrañas, sus palabras la obligaron a tragar con dificultad y a sentarse ya que sus piernas dejaron de responderle. Irene desprendía una fuerza arrebatadora, hipnótica y a la vez aterradora.

Intentando disimular el leve temblar de sus piernas, cerró sus labios y clavó su mirada en esa imponente mujer mientras empezaba a andar de un lado a otro en ese salón, intentando calmarse y serenarse para no estallar. En ese momento la confirmación de que estaba completa y absolutamente enamorada de Irene le golpeó con fuerza, a la vez que el miedo atenazaba su pecho... por primera vez en años no tenía salida, no había posibilidad de huida, debía enfrentar todos los fantasmas por completo.

-Eres una idiota Inés, una cría, infantil e inmadura, revoloteabas a mi alrededor, pidiendo a gritos ser escuchada, ser sostenida, en cierto modo me perecía muy tierno y poco a poco fui entrando en tu alma, conociendo tus miedos, saludando a tus fantasmas y aceptándolos porque formaban parte de ti, me gustaba, hasta que mostraste tu cara egoísta, quizás no te diste cuenta, no lo sé y tampoco es excusa para que desaparecieras de la noche a la mañana... En ese momento solo me demostraste una cosa, no me conoces, nunca tuviste interés en hacerlo, tenías tanto que contar que te olvidaste de escuchar y te juro que no me importó, pero si solo un instante te hubieses preocupado por conocerme sabrías que yo no actúo como se espera de mí, jamás lo he hecho y contigo no habría sido diferente.

He estado reflexionando, intentando comprender y la única conclusión a la que llegué es que tu cobardía no tiene límites. Encontraste a tu hija y te marchaste, sin más... Es cierto que el destino ha sido cuanto menos curioso, que hemos roto todas las reglas de probabilidades y en lugar de ver lo hermoso de las pequeñas coincidencias dejaste atrás cualquier oportunidad de ser feliz, de formar parte de algo bueno por miedo...

¿Me puedes explicar por qué demonios saliste corriendo? Leí tu libro Inés, llevas buscándola desde hace años...

Inés clavó su mirada otoñal en la oscura mirada de Irene, sus ojos destilaban fuego, pasión, no estaba enfadada, solo frustrada y tremendamente dolida con ella. Tragó saliva una vez más mientras las lágrimas volvían a caer por sus mejillas sin poder detenerlas, la verdad dolía como mil puñales pero esta vez debía enfrentarla, debía ser sincera, se lo debía a Ireme.

-Tuve miedo, creí que pensarías lo peor de mí.

-Me prejuzgaste.

-Tienes razón, no te conozco en absoluto.

-No, no me conoces, y me heriste Inés pero precisamente porque no me conoces he venido a buscarte, me toca tirar de ti, hacerte valiente y después el destino ya nos dirá qué hacer.

-¿Y si no funciona?

-No puede funcionar lo que no se intenta.

Con una sonrisa en el rostro, esa sonrisa que Irene tanto amaba, tendió su mano hacia ella ayudándola a levantarse del sofá, entrelazando sus dedos como solían hacer antes de que la castaña escapara, mientras el silencio reinaba entre ellas una vez más y simplemente se miraban a los ojos.

Tras unos instantes, Irene cortó el silencio, hipnotizada por esos ojos ambiguos que expresaban tanto y no lograba descifrar.

-¿Y si te preparas y nos marchamos? Me gustaría dormir en casa con Kathe.

-¿Quieres que vaya contigo?

-Sino para qué he venido...

Con una sonrisa, nerviosa, los ojos cargados de duda y miedo escondido, se dispuso a arreglarse, dándose una larga ducha para despejarse y vistiéndose con lo primero que encontró, saliendo junto a Irene que la esperaba impaciente por retornar a su casa.

La morena tomó su mano, regalándole el valor que había perdido y juntas se encaminaron fuera del edificio, en dirección al negro vehículo de la morena con el cual volverían a Nueva York.

El viaje de vuelta se dio en relativo silencio, sus manos seguían enredadas menos en los pocos momentos en los que Irene necesitaba cambiar de marcha, pero siempre volvían a su posición con una sonrisa en el rostro.

A medida que se acercaban a Nueva York, Inés empezó a ponerse más nerviosa, su pierna tomó vida propia y sus manos empezaron a sudar, avisando a la morena de su acelerado estado de ánimo.

Ya estaba avanzada la noche cuando entraron en la ciudad y el corazón de Inés se había disparado por completo, Irene detuvo el coche. No había apenas tráfico y las luces de la ciudad iluminaban de forma tenue. La morena clavó su mirada en el perfil de Inés, mordiéndose el labio inferior, mientras sujetaba su mentón y la obligaba a mirarla a los ojos.

-¿Por qué estas nerviosa?

-¿Y si no le gusto?

-Inés.. le gustaste desde que te vio en televisión.

Irene, con una sonrisa tranquilizadora en el rostro, se acercó a ella depositando un beso en la comisura de los labios, arrancando nuevamente el coche al notar que Inés estaba visiblemente más tranquila.

Emprendió una vez más el camino, con todas las cartas sobre la mesa, llevando a una madre a reunirse con su hija por primera vez en seis años.

Continuará...

Tras las huellas de tu nombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora