Capítulo 2. Pactos, nunca inpactos

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Desde la cocina escuchó el sonido de las llaves desbloqueando con sigilo la cerradura de la puerta principal, que no tardó en cerrarse con un ruido ahogado. La casa parecía estar dormida, se sentía más vacía de lo habitual sin los niños, si cerraba los ojos podía perderse en un silencio que paseaba distraído por aquel espacio inerte. Todo estaba en calma, intacto, expectante.

Así encontró ella su casa horas antes al llegar, fría, sin ningún recibimiento. Tampoco es que lo esperara... Al final fue Noelia quien la acercó en un momento con el coche, tras despedirse del grupo y comprometerse en repetir el encuentro en otra ocasión. Lo había pasado bien, al menos pudo despejar la mente y aliviar un poco la tensión acumulada por el trabajo y el ritmo de vida ajetreado que llevaba. Durante el trayecto siguieron hablando de lo improvisada que había resultado esa noche, aferrándose a ella sin poder soltarla aún, sin querer quizás terminarla. Lo habían pasado bien a pesar de todo.

—¿Nada? —se había limitado a preguntar Noelia, sin apartar la vista de la carretera cuando volvían, notando la mirada de Irene desviarse inconscientemente hacia el móvil por tercera vez. Irene tan solo negó con la cabeza y encendió la radio. Siguieron en silencio.

Cerró los ojos y respiró hondo, recordando, escuchando el sonido de los pasos crujir contra el suelo, acercándose poco a poco. Podía sentir aquel malestar creciente, aquel que ella misma se negaba, esa sensación que teñía de duda y desconfianza sus pensamientos. Todo estaba bien, se repetía como un mantra, queriendo creer sus propias palabras, deseando que aquel palpito pudiera desaparecer. Los pasos sonaron próximos, más cercanos. Irene alzó la vista hacia la puerta, esperó unos segundos, su cuerpo tenso, su mente precavida, todos los sentidos se pusieron alerta. Los pasos sucumbieron finalmente ante el silencio, podía sentirle al otro lado de la puerta, aun sin verle sabía que estaba allí en frente, dudando. Apretó la mandíbula, agarrando la taza que tenía entre las manos con fuerza. Estaba tardando demasiado... Pero todo estaba bien. El tiempo seguía su propio ritmo, ignorando su juego, los segundos pasaban y ninguno de los dos parecía saber cómo afrontar ese último paso, como romper la distancia que aquella puerta imponía. Escuchó un golpe seco, un fuerte suspiro y finalmente se abrió.

Pablo se acercó en silencio, tenía el rostro cansado adornado con una tímida sonrisa, la mirada baja pero firme, su cuerpo avanzando casi por inercia hasta encontrarla. Llevaba la misma ropa que por la tarde, cuando le despidió, pero a estas horas lucía descuidada, casi desaliñada. Irene orientó su cuerpo hacia él, observándole con detalle, buscando algo que ni ella misma sabía.

—Lo siento —se disculpó él antes de inclinarse y darle un beso en los labios, Irene aceptó el gesto, acariciando su rostro con afecto.

—¿Todo bien?

—Sí, ya sabes cómo es esto... —se justificó sin querer entrar en detalles, colocando sus manos sobre los hombros de Irene, masajeándolos con cuidado— ¿Tú qué tal? ¿Habéis estado mucho rato al final?

—Hasta media noche más o menos —explicó, relajando el cuerpo ante el contacto, dejándose mimar— Estuvieron un rato los de Rufián también y me trajo Noelia.

—Ya... Intentaré estar para la próxima —dijo con la voz teñida por la culpa, agachándose un poco para darle un beso breve en la mejilla— ¿Vamos a dormir?

—Sí, ahora vengo —contestó Irene indicándole la taza con la mirada. Pablo asintió y le acarició la barriga con cuidado antes de alejarse de nuevo camino al dormitorio.

Volvió a escuchar sus pasos, alejándose esta vez, dejándola de nuevo en compañía del silencio.



Respiró aliviada, ocupando su lugar dentro de aquel humilde despacho que compartía con otros tantos compañeros diputados del partido. Los periodistas se habían agolpado a las puertas del congreso, ávidos por encontrar un titular que ella no estaba dispuesta a regalar. Entró con prisa, sin perder la sonrisa y la cordialidad, disculpándose al no poder atenderles en ese momento. Había algunas cadenas conectando en directo, intentando meter el micro, acercándose hasta casi impedirle el paso. Inés respiró hondo, empezaba a agobiarse, cuando notó como los agentes de seguridad del Congreso intercedían por ella, ayudándole a abrirse paso entre una multitud cada vez mayor. Era una locura, pensó.

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