Soledad

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-Enrique...

-¡Enrique!- Lo que oía era su propia voz, pero fue algo que aún no comprendía del todo. "Enrique" no le sonaba a nada, pero a la vez era lo único que le sonaba a algo. Era este su nombre. -Soy Enrique- se dijo. Volver a articular sonidos le calmó un poco, llevaba casi una hora desesperado, esa cosa que tenía en frente seguía haciendo ruidos chillones, reclamando su atención, la había golpeado muchas veces pero aquella superficie que cubría la luz roja era demasiado resistente. Para peor, no había a donde ir. A su alrededor, cuatro paredes y un techo limitaban su realidad. En la habitación, aparte de ese montón de cosas para las que no tenía nombre (paneles, pantallas, todos conceptos borrados de su memoria), había algo que por alguna razón comprendió de inmediato, la silla en la que estaba sentado. Había también algunos muebles con otros objetos desconocidos y una parte de una pared era levemente diferente y tenía lo más inquietante de la habitación: una ventanilla, por la que se veía otro espacio. Le atraía y le aterrorizaba. Su mente bullía cada vez que, aburrido, miraba a través del cristal.

Pasó el rato. Una cierta inquietud dentro de Enrique lo mantenía despierto, alerta. Sentía que la vida no se limitaba a estar en ese pequeño cuarto, tan molesto (la luz roja y la alarma seguían torturándolo) y reducido. Algo lo hizo levantarse, una vez más. Ahora recordaba, su madre lo esperaba. Debía cuidar de ella. Su madre. No estaba solo en el mundo, ni siquiera lo había pensado. Instintivamente miró a su alrededor. Su madre no estaba allí, claro. Había que salir. ¿Salir? ¿salir a dónde? ¿salir cómo?

-¡Mi casa!

Ahora recordaba, pedazo a pedazo, otro espacio, uno que era suyo. Querría estar allí, pero no sabía cómo. Enrique sudaba, no podía hacer nada, pasó aún más tiempo. De pronto le dolía el estómago. Ese concepto surgió desde el fondo recóndito de su naturaleza. Hambre, Enrique tenía hambre. Hay que comer, es el remedio contra esto, pensaba. Algo le indicaba que allí nada era comida. Pero al rato probó algunos objetos, todos duros, horribles. No se rindió de inmediato. Ah, si alguien pudiese verlo, pobre alma, devoró un lápiz y varios documentos. Pasaron las horas. Enrique meó cuando tuvo que mear. Defecó cuando sintió ganas. Pasaron las horas. Se empezó a ir la luz, justo cuando Enrique creía que aquellos pequeños símbolos en los paneles tenían significado. O quizá estaba imaginando cosas. Cansado, se apoyó contra la pared a su espalda. Su mano se apoyó en esa pieza sobresaliente, que se movió un poco. Enrique la movió un poco más, ahora poniendo toda su atención. Giraba. Llegaba hasta un límite, pero Enrique tiró y se abrió la puerta.

Enrique está frente a un pasillo.

Enrique es libre.

Amnesia del 73Where stories live. Discover now