Prólogo II (Link)

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El príncipe de Hyrule tiene que aprender todo aquello que debe aprender un joven y noble hyliano... y yo mientras deseando encerrarme en la biblioteca y nutrirme del conocimiento de esos libros antes de montar a caballo y golpear unos monigotes con una espada. Aunque... tirar al arco no lo veo tan poco divertido, requiere de precisión e inteligencia, calcular a la distancia a la cual te encuentras hacia donde irá la flecha.

En realidad no me quejo tanto de mi trabajo, si un día tengo que defender Hyrule estaré preparado, y eso es gracias a las insistencias de mi padre por insistirme con bastante frecuencia que dedicara parte de mi tiempo al entrenamiento del cuerpo.

En parte, se me hacía más fácil gracias a Shakir, quien entraba conmigo desde que éramos pequeños. Mi hermana Zelda lo hacía con nuestra nana Impa, no sabía que hacían pero sí sabía que preparaban a la princesa de Hyrule para ser capaz de defenderse ante cualquier agresión. Shakir era el hijo de Impa, y como ella un sheikah, una raza de hombres y mujeres que habitaban en las sombras y poseían la noble misión de proteger a la familia real en caso de que esta lo necesitara.

Mientras yo dedicaba tiempo a los libros, Shakir lo dedicaba la perfeccionar sus habilidades como guardián. El único momento en el cual parecía que podíamos vernos era durante los entrenamientos como guerreros.

Aunque Shakir siempre estaba a mi lado, decía él. Me protegía en las sombras, pero yo nunca era capaz de verlo. Los sheikah eran personas peculiares.

Esta era mi vida como príncipe, no poseía mayor misterio, pero las cosas se torcieron cuando tuve los dieciséis años. Shakir se fue a alguna parte, decía que tenía que hacer cosas de sheikah. Zelda también se fue, se fue con Impa. Ambos no volvieron hasta que había pasado por lo menos seis meses. Shakir volvió y siguió como siempre, quizás algo más pensativo pero él siempre fue como su madre, serio y callado, siempre alerta aunque pareciera relajado. Supongo que en realidad todos los de su raza eran así.

Zelda cuando llegó ni siquiera vino a buscarme, se fue llorando hacia el cementerio que había en palacio, ¿por qué razón?, hoy día hubiera preferido no ser tan cotilla y desconocer ese hecho.

Mi yo de dieciséis años, empecinado en ver a su hermano e intentar comprender su tristeza, se coló y dedicó durante unos minutos a espiar para averiguar que ocurría.

La princesa Zelda estaba llorando sobre la tumba más grande de todo el panteón real, una donde decían que descansaban los primeros reyes de Hyrule.

—¡Diosas! —gritó Zelda alzando la vista al cielo— ¿Por qué me hacéis esto? Me sacrifiqué por mis hijos, dejasteis que me enamorara de un hombre que era mortal y que después se convertiría en mi padre. Recuerdo todo cuanto viví y ahora el hombre al que amo es mi hermano. ¿Por qué habéis dejado que ocurra esto? —y continuó siendo un valle de lágrimas sin consuelo.

No entendí nada en absoluto, me había quedado atónito.

Impa, que conocía bastante bien a mi hermana y a mí, sabía que había ido a verla, pero no hizo nada por evitar que esto ocurriera. Nuestra nana simplemente esperó a que volviera del cementerio y me contó largo y tendido que había pasado con el fin de lograr entender algo.

Me costó, lo tengo que reconocer, pero quería a Zelda y haría lo que fuera para que se sintiera bien, si tenía que entender su situación a raíz de exprimirme los sesos, se haría.

Zelda en realidad se llamaba Hylia, y nuestra madre, que también se llamó Zelda, también era Hylia. Ambas eran una diosa del orden y de la luz que poseía el deber de protegernos a todos, pero como en el pasado hubo complicaciones al respecto, decidió renunciar a su inmortalidad. Cuando la diosa cumpliera los dieciséis años debía realizar un peregrinaje que le devolvería todos los recuerdos tanto de la diosa como de sus vidas pasadas.

Como puedes imaginar, fui consciente, tal y como lo sería cualquiera de recibir la bofetada helada del viento, de la carga a la cual estaba sometida mi pobre hermana.

Zelda estuvo mejor pasados los días, fingía no haber ocurrido nada aunque yo conociera la historia, seguí su rol con tal de hacerla creer lo que más le apeteciera.

Lo segundo que ocurrió y cambió mi vida fue a los veinte años. Shakir volvió tras una visita que realizó en Kakariko, un pueblo la mar de pintoresco que antaño perteneció a su raza, con una mujer inconsciente y de rasgos que nos hicieron a todos soltar una exclamación.

¿Cómo era esa mujer para merecer una sorpresa colectiva? Su piel era oscura y su pelo pelirrojo... la mujer era una gerudo, y las gerudo hacía siglos que se habían extinguido, pero para nada parecía ser mestiza.

La tercera cosa que me pasó... ya te la contaré más tarde, ahora es cuando empieza mi historia de verdad. Ponte cómodo, vas a ver lo fácil que es tenerlo todo un día y siguiente estar huyendo de aquel que desea tu muerte.

The Legend of Zelda: La Sombra de HyruleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora