*LA ALDEA PERDIDA* {PARTE 2}

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El nuevo párroco no se llamaba Don Manuel.

Su nombre era Don Francisco Ibáñez, y su llegado al pueblo había causado sensación.

No todos los días se veía una atractiva y joven cara nueva en el altar.

Y al parecer, esto había provocado que la gente, especialmente las muchachas jóvenes y sus madres, encontraran mucho más placentera la tarea de rezar los domingos en la iglesia.

Los domingos... o cualquier otro día de la semana.

Hasta tal punto que Francisco había comenzado a inquietarse por la cantidad de personas que acudían a orar, confesarse o pedirle consejo todos los días.

Al principio pensó, enorgullecido, que era porque estaba haciendo bien su trabajo. Pero los ojos que lo seguían y escrutaban cada uno de sus movimientos día y noche, sin descanso, lo hicieron comprender que había algo más.

Lo miraban todo tipo de ojos; castaños vivaces, verdes atrevidos, azules suspicaces...

Pero nunca los suyos, pensaba él inquieto, nunca los de aquella chica que se había encontrado en el bosque hacía ya dos semanas.

Ella, al igual que todas las personas del pueblo, había acudido al servicio. Pero, a diferencia del resto de sus feligreses, que no perdían cualquier oportunidad que se le presentaba para observarlo y juzgarlo, lo hacía con la cabeza gacha y el semblante serio.

Una sombría expresión y actitud que, debido a la nueva afición adquirida por sus ojos de observarla, se había percatado que mantenía todos los días.

Nunca sonreía, no como le había sonreído a él cuando se conocieron.

Y ni siquiera lo intenta.

¿Qué le pasaría? Era tan joven... ¿Qué era lo que la acongojaba tanto y la mantenía en ese estado de tristeza continuo? ¿Por qué parecía estar siempre en otra parte?

Esas preguntas rondaban involuntariamente su mente una y otra vez, al igual que la imagen de ella, con los ojos enrojecidos por el llanto pero una sonrisa amable en el rostro, indicándole donde se encontraba su casa.

Deseaba hablar con ella, deseaba consolarla, quitarle aquel peso que tenía sobre sus hombros, hacerla sonreír como lo había hecho, hacerla reír...

Y el día en que la encontró sola, encendiendo un vela mientras todos se retiraban del lugar tras la misa, supo que su oportunidad había llegado.

-¿Ya se encuentra mejor?- le preguntó sobresaltándola. Clara se giró hacia él y lo miró unos segundos a los ojos, confundida, para pronto bajar la cabeza y fijar su mirada en el suelo de nuevo.

-¿Disculpe?- preguntó ella en casi un susurro.

-El otro día percibí su turbación en el bosque y...- él vio como sus labios se fruncían y se riñó a sí mismo. Solo a él se le ocurría empezar de ese modo una conversación.- Lamento si mi pregunta la importuna pero como comprenderá, es mi labor velar por el bienestar de todos mis feligreses.- le explicó a ella y a sí mismo por quincuagésima vez. Aquella mentira que se llevaba repitiendo para justificar su interés en la muchacha durante esas dos semanas le escoció al decirle en voz alta, pero prefirió no hacerle caso a sus sentimientos en esos momentos. No cuando los de ella estaban en juego.

-Lo entiendo.- dijo ella levantando un poco la cabeza pero aún sin mirarlo.- verá, yo... me había cortado con una zarza y... estaba un poco compungida por el dolor.- le explicó nerviosa mientras revolvía las manos y se balanceaba sobre sus pies.

-Sin duda debió de hacerle una herida muy profunda una zarza muy grande para que aún a día de hoy, dos semanas y tres días después, le siga doliendo.- le respondió él divertido alzando una ceja suspicaz provocando que Clara lo mirara entonces al fin a los ojos.

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