Capítulo 2

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La sopa cayó en el fregadero, viajando por las tuberías y finalmente desembocando en algún río del país. Las nubes blancas y esponjosas se mostraban alegres ante el gran día que se avecinaba. Los pacientes del hospital caminaban lentamente esperando a su desayuno, que no tardaría en llegar.

En un sillón viejo y no tan mugriento, un joven de cabello colocho miraba la ventana esperando exaltado. Le había costado trabajo entender aquellas palabras, no mucho tiempo, pero le había costado, hasta que todas las piezas se unieron: el psicólogo le había robado su dinero. El joven se levantó y acomodó su bata, como si hubiera mucho que acomodar. La puerta se abre y una enfermera regordeta y con ojos caídos, le deja pasar hacia el pasillo, lleva el cabello rubio recogido en un moño. Por el camino Andrés saluda a algunos pacientes, que en el trascurso de un año, se habían vuelto amigos, o algo parecido. Las manos gruesas de la mujer tocan el hombro de él en forma de alegría, una sonrisa traviesa sube a su rostro y a Andrés le causa repugnancia.

La mujer sigue un poco más adelante y le abre la única puerta de madera en toda la edificación. Dentro está el escritorio de pino y una silla algo derruida. El joven se sienta enfrente del escritorio y espera a que la psiquiatra entrase. La ventana estaba cerrada y la luz del Sol no podía entrar por las cortinas. A los minutos la puerta se abre y una mujer entra con varios papeles, los tira en el escritorio y mira al joven, le tira una sonrisa de complicidad y se sienta.

—Hoy es tu último día, será un día muy especial pues ya no deberás volver, haz dado un avance enorme, dejando atrás traumas de la infancia por violencia doméstica, con tus medicamentos has cambiado tu humor, y en todos los doce meses solo te mostraste una vez enojado —anuncia la psiquiatra entusiasmada por su trabajo, y el apoyo de su paciente para avanzar—. ¿Cómo se siente ser tan feliz? ¡Porque yo te envidio! Entre tanto trabajo la felicidad es escasa.

Andrés ríe y mira sus pies, que apenas han sido tocados por la luz del sol en mucho tiempo, y asiente algo desilusionado.

Diana se sintió triste por él, no obstante, pensaba que él tal vez podría seguir su vida luego de unos meses, como si nunca hubiera tenido algún problema. Que equivocada que estaba, si Andrés solo había fingido un avance para salir antes, cosa que no logró.

Un abrazo y unas palabras de ánimo y Andrés ya estaba un poco más cerca de su libertad, de su venganza.

La mañana pasó muy rápida, entre pocas palabras de todos los residentes del hospital y una pequeña fiesta de despedida, puesto que él había tratado de ganarse a todos para que nadie dudara de lo que ocurriría, llegó el almuerzo y con él, su salida.

El suelo crujió ante tan poco peso y las ratas salieron espantadas hacia un lugar donde esconderse, el techo quería caerse encima de su delgado cuerpo y las ventanas se romperían si más aire cruzaba por ellas. El bolso cayó al piso causando un ruido más espantoso, como el de una tabla partiéndose en dos. Andrés se dejó caer en una de las paredes con pintura arrancada y cerró los ojos, pensando en todo el plan que su mente había creado durante doce meses. Parecía tan fácil, pero no lo era.

Luego de descansar unas horas, caminando entre las apretujadas calles de piedra suelta y comer antes de volver a su escondite, llegó la hora de comenzar su plan. Cuando el sol emprendió su marcha para esconderse tomó su bolso y salió de ese espantoso y mugriento lugar lo más rápido que pudo.

Recorriendo un camino angosto y desolado pudo alcanzar en una hora aquel barrio lleno de casas lujosas e iguales. Igual que siempre, una casa de colores oscuros y un techo alto se hallaba en el medio de otras casas aún más lujosas. La luna aún no se asomaba por el cielo despejado cubierto de brillantes anillos plateados, más bien, parecía no querer aparecer, tal vez porque no deseaba ver lo que ocurriría bajo su vista. Las luces de las candelas se asomaban en las sombras de la calle y se oían muebles moverse. Así mismo, se escuchaba como unos pequeños pies corrían subiendo las escaleras.

Dulcedinem Irae ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora