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En el límite del patio de la casa de Tomás comenzaba el bosque. Era tupido y de frondosos árboles, bordeado por un río de aguas mansas y cristalinas. En cada otoño se desnudaba de su follaje, creando un colchón de hojas secas, que con las lluvias de invierno se descomponían y preñaban la tierra para nutrir nuevamente el fértil suelo. Al llegar la primavera cada planta florecía con el esplendor de una virgen doncella deslumbrante de belleza. En verano los cálidos rayos del sol, se escapaban entre el follaje para iluminar su interior.

En el corazón del bosque, no lejos de la casa de Tomás, entré los más exóticos arbustos, estaba la cabaña. Sola, abandonada. Vestida por las ramas de las plantas que se elevaban al infinito. Perfecto refugio para los amantes. El viejo Jacob no pudo con el peso de los años y tuvo que irse a vivir al pequeño poblado de Las Gordas, que se levantaba en los llanos del río Boba, bajo el amparo de un sobrino materno, dejando la cabaña al cuidado de Baco y de Eros.

Martina, la chiquilla adorada de Tomás, tomó el camino que nacía, justamente, en el patio de su casa y se dirigió al bosque antes que su padre regresara del conuco. Iba a verse con Andrés, su amante. Ella sabía exactamente donde se encontraba la cabaña y aunque nunca había entrado, ese día, al nacer la tarde, después de marcharse Margot, la tía que la custodiaba, se había internado en el interior de la misma, dejando todo primorosamente arreglado para su primer encuentro de amor.

En ocasiones había rondado los predios del bosque cortando algunas flores silvestres, pero siempre sentía pánico, un pánico aterrador. Al acercarse a la oscuridad de los matorrales, temía entrar y se devolvía con pasos presurosos. Corriendo. Con su larga cabellera rozando sus glúteos. Esta vez caminaba decidida a entregar su vida, a consumar el amor, a verse con el hombre que ella amaba, cegada por la pasión.

Llevaba en sus manos dos copas y un frasco de cristal con un extraño líquido. Las mismas copas que usaron sus padres cuando se casaron por la iglesia. Su amado ya la esperaba como acordaron en su última cita. Con el corazón en la boca, caminaba con cierta determinación a dejar su alma en la cabaña.

Por un momento sintió miedo, un miedo pavoroso, el mismo miedo que sentía en aquellas ocasiones cuando recorría lo alrededores del bosque siguiendo una mariposa o cortando una rosa. Se detuvo y quiso devolverse, pero al percibir la silueta de Andrés corrió apresurada a la cabaña, con la respiración cargada de jadeos y los palpitantes latidos del corazón fuera de control. Lo abrazó. Se pegó de su cuello como hiedra que se pega a la pared, procurando, con debido cuidado, no romper las copas de aquel brindis de amor. Besó su oreja derecha al tiempo que le susurraba al oído:

-Todo está preparado para la más grande prueba de amor. Es lo mejor que puedo regalarte en tu cumpleaños.

Andrés se soltó de Martina y estrechó, entre las suyas, sus manos. Las de el estaban temblando; las de ella, frías como la muerte inesperada. Fijó sus ojos en los suyos y con voz tierna le dijo:

Venid dulce amada mía

A la cabaña del bosque

Brindemos con ambrosía

Antes que llegue la noche

Por el camino del bosque

Toma la senda celeste

Quiero que estemos juntitos

Para brindar con la muerte

Si este amor es imposible

Y vivir sin ti no puedo

Para qué quiero la vida

Sin tu amor de pena muero

Vida, surquemos el mur

Y de las copas tomemos

Que un amor tan grande y puro

Sólo es posible en el cielo

Los Amantes de la CabañaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora