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Aquella tarde de octubre se cumplía el plazo de la cita entre Martina y Andrés. Los vientos vespertinos del otoño mecían las ramas de los matorrales. Las plantas danzaban al compás de la brisa. El astro rey celebraba el veinte aniversario otoñal de Andrés. Él llegó temprano a la cabaña, encontrándola primorosamente arreglada. Pensaba que iba a hallar un gallinero lleno de sabandijas. Había una sillita destartalada en una esquina, aquella que dejó el viejo Jacob cuando se marchó para el pueblo. Al fondo estaba el colchón de hojas secas, con una sábana regiamente tendida. No quería ver a nadie más que a su amada en su cumpleaños. Recordó con sumo placer aquella mañana que se levantó loco de amor por la mujer de sus sueños, Martina. Ella había preparado todo para su primer y real encuentro de amor. Lo iba a hacer con el hombre que amaba, lo iba a hacer por amor, lo iba a hacer en libertad. Sin importarle el viejo, sin importarle el mundo. Diez minutos antes de la cinco se dirigió a la cabaña con pasos resueltos. Tomás se encontraba en ese preciso momento en la casa de Margot, con quien se quedó conversando sobre un presentimiento que le había asaltado al caer la tarde. 

Tomás llegó a su casa y no encontró a Martina. Era extraño, pues siempre la encontraba frente a su máquina de coser dándole forma a una nívea sábana que nunca terminaba. No estaba a donde Margot, porque antes de llegar a su casa estuvo con su hermana, donde hablaron por largas horas, pues ese día salió más temprano del conuco. Fue justamente cuando se enteró de quién había matado a Tiburón, su perro. En ocasiones Martina lo esperaba allí y caminaban juntos, pero ese día ella no visitó a la tía, estuvo pegada a la máquina de coser. Cuando entró a la casa y no vió a la muchacha se recriminó por quedarse toda la tarde donde Margot. Otro pensamiento se adueñó de él. un terrible presentimiento. ¡La cabaña!. 

Con pasos trémulos, como sigiloso reptil se dirigió al bosque en busca de la cabaña. La brisa vespertina movía el follaje confundiendo sus pasos con el vaivén de las ramas. Las hojas secas del otoño acolchaban el suelo. Quería equivocarse. Su niña no estaba en la cabaña y menos con un hombre. Recordó la noche cuando la dejó ir al pueblo en las fiestas patronales. Fue su única salida y estaba acompañada de Margot. En qué momento pudo haberse citado con alguien. Se detuvo de golpe. Pensó devolverse, "mi nena debe estar en la casa esperándome y yo aquí haciendo malos pensamientos sobre ella". 

Entonces recordó las palabras que le había dicho aquella noche al llegar de las patronales con la tía Margot, "cuando lo quiera hacer, lo haré por encima de ti y será con el hombre que yo ame y si tengo que hacerlo en tu presencia aunque te mire no te veré, porque estaré entregada a él y procura tener tu machete bien afilado porque será en la cabaña". 

Se recriminó por sus nefastos pensamientos sobre Martina. Reconoció que la tenía hastiada. En lo adelante le daría más libertad. Cuando se iba a devolver se dijo: "Yo salí para la cabaña y aunque mi niña no esté ahí, llegaré y la derribaré, no vaya a cumplirse lo que dijo esa muchacha aquella noche". Recordó el día que derribó la casona donde se ahorcó su ahijada Marcia, y sintió miedo, un miedo aterrador. 

Caminó hacia el corazón del bosque en busca de la cabaña. Tembló al oír algunas voces en la misma dirección. Deseaba morirse antes de encontrar a su hija con un hombre. Quiso tranquilizarse, pero no pudo. Todos sus pensamientos para controlarse eran en vano. Se acercó a una ventanita lateral y percibió con hondo dolor a su hija y su amante. Un arranque de rabia lo paralizó. Todos sus músculos se petrificaron. No podía moverse. Respiraba con dificultad y no podía pensar. Martina y Andrés se abrazaban y se besaban con tal pasión que miraban sin ver, sintiendo las estrellas dando vueltas en la cabaña. Tomás contempló, inerte, cómo bajaba el vestido de su hija, quedando semidesnuda. Los pantalones de Andrés caían lentamente, ayudados por ella, quedándose algo atrapados en su rodilla izquierda. Tomás quiso romper la cabaña de un golpe, desprenderle la cabeza a aquel maleante y llevarse a su niña, pero "algo" se lo impedía, estaba hechizado por un encanto que no le dejaba moverse. Un horrible sentimiento lo tenía maniatado de pies a cabeza. No podía pensar, no podía moverse, no podía gritar. El cúmulo de sentimientos fue tan grande que todo su ser se paralizó, viéndose obligado a contemplar el romance más doloroso de su vida, la entrega de su hija a su amante. 

Andrés besaba la cabellera de Martina, acariciando su cuello, luego bajó hasta su frente, se detuvo en la frontera de los ojos y besó cada uno de sus poros para llegar, lentamente, a su nariz. Posó sus labios apasionadamente sobre los de ella mientras le desabrochaba el sostén, yendo a parar a sus contraídos y punzantes senos. Martina correspondía a sus caricias con resuelta determinación. Abría y cerraba sus ojos, pero no veía nada. Su padre estaba en la ventana de la cabaña y ella seguía indiferente, poseída por su amado. El reprimido amor de los muchachos los había cegado y el mundo se redujo a la cabaña, se redujo a ellos dos. Lentamente Andrés comenzó a bajar la última pieza de la ropa interior de Martina. La besó tiernamente alrededor del agujero del ombligo y luego la cargó como ofrenda que se lleva a un altar. La acostó en la acolchada cama de hojas secas, sobre la misma sábana que ella había tejido para aquel momento.

Los placeres goteaban por toda la cabaña como fruta jugosa que se desprende de su rama. Martina, ardiente como un volcán, se mecía con cierta voluptuosidad como tigresa que sigue su presa. Su corazón, agitado, quería romper su pecho. Un torbellino lascivo como un remaso de río que se precipita entre las piedras les hizo perder el control. El día y la noche se les convirtieron en una sola realidad, la cabaña se inundó de áureas telarañas. Intermitentes rayos de luz entraban y salían antojadizamente del bosque. Una intensa niebla fue cubriendo todos los predios del pueblo. Sus cuerpos, altivos, se comprimían uno contra el otro como vaivén de las olas. Un impenetrable círculo de fuego y nieve los envolvía. El tiempo cedió su marcha para contemplar a los enamorados. El espacio sideral se les postró a los pies. Sombras humanas, oblicuas, paseaban a su alrededor. Angélicas ondas sonoras coo cósmica melodía inundaban el bosque. Ansiosos, danzaban los astros. El amor se hacía materia y se divinizaba en su consumación. Martina hacía su mayor regalo, justamente al hombre amado en frente de su padre. Tiernamente Andrés le penetró como el rayo de sol que penetra el follaje, procurando evitarle el dolor de la primera relación sexual. Un hilo de sangre que bajaba por sus muslos rompió el encanto que impedía a Tomás hacer algo por su niña. El miserable acababa de contemplar el inconcebible, pero formidable acto sexual de su adorada niña, su primor, y con el hombre que él más odiaba. Vida, amor y pasión se consumaban en la cabaña. Sólo faltaba un paso para el culmen del ritual. 

De repente Tomás se sintió libre, se sintió suelto de su atadura. Volvió en sí. Corrió a su casa en busca del afilado machete. El viento le abría paso, mientras rompía la tierra con cada zancada que daba. El bosque tembló al presentir lo que iba a suceder y las plantas dejaron de bailar la melodía del atardecer. Margot, que un momento atrás estuvo conversando con su hermano, vio un simple celaje cuando cruzó, pero no lo identificó. Tomás iba llorando como cuando murió Marta, su amada esposa, al nacer Martina. 

Corrió a la casa y tiró los muebles. Derribó los corotos de la humilde cocina. Una silla destartalada quedó atorada en la puerta carcomida que conducía al patio. Removió hasta la máquina de cocer de Martina. ¿Dónde había metido su centelleante machete? A ese rufián lo iba a picar en trocitos. Entró a la habitación de su degenerada hija y volteó la cama. Un arsenal de papeles manuscritos volaron. Eran los poemas que Andrés le escribía a su amada. Toda su inspiración dormía bajo Martina. Quiso detenerse y mirarlos, pero la agitación no se lo permitió. No se detuvo y se dirigió entonces a su habitación. Levantó la cama de un tirón. Allí estaba su machete. Lo sacó de su vaina y saltó a la sala. No se percató de la silla en la puerta y chocó con ella. El machete voló por los aires, mientras él se desplomaba. No pudo evitar que el filoso artefacto cayera justamente sobre la articulación que une la mano con el antebrazo, cayó sobre su muñeca derecha. Boca arriba, sentía la sangre chorreante, saliendo de su cuerpo. Intentó levantarse, pero sus músculos se le negaron. Lentamente perdía sus fuerzas. Se resignó a quedarse tendido. Levantó su vista al cielo y comenzó a ver diminutas pepitas de plantas que inundaban el firmamento y súbitamente desaparecían. Se pasó su mano izquierda por la herida y percibió el chorro de sangre como manantial que salía de su vena. Se llevó dos dedos a la boca y sintió su amargo sabor. Percibió el mundo dando vueltas en torno a él. Se desmayó. El cielo se vistió de gris. Una extraña nube fué ocupando su mente. Una inmensa neblina se apoderó del entorno. Se perdió en la niebla. Sintió que flotaba en medio de una nívea burbuja. Al cabo de un rato despertó, pero no percibía nada. La neblina se lo impedía. 

Los Amantes de la CabañaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora