IV

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No recuerdo bien los días sucesivos a su marcha, supongo que seguí llorando o seguí en ese estado ausente, sin saber cómo procesar todo lo que había pasado en apenas 24 horas. La mente me jugaba malas pasadas con la imagen de Ana y sus ojos al borde del llanto gritándome que me odiaba, y sin embargo, quemándome la piel con sus labios ardientes de deseo besándome. Tu, en la madrugada, tú recién levantada, tú a media mañana, tú por la tarde, y tú por la noche, presente, constante.

Solamente recuerdo esa sensación de ahogo persistente que se volvió a instalar en mí como hacía años no estaba, o quizá sí que estaba, pero de manera menos permanente, menos latente, menos incesante... Quizá me había acostumbrado a vivir con ese leve susurro de inquietud y hacer de eso algo cotidiano. Ahora, las palpitaciones eran mayores, la respiración rápida, la opresión en el pecho más fuerte, la mayor parte del tiempo sentía náuseas y el estomago cerrado, que hacía que no probara bocado, más allá de alguna pieza de fruta o algo así que acababa vomitándolo. La falta de sueño una constante, prácticamente no descansaba, y la única suerte que tenía es que cuando conseguía cerrar los ojos, al menos, no tenía pesadillas, todo se fundía a negro.

El nudo en la garganta, que me aguaba la boca y me hacía tragar saliva con dificultad. Con esa dificultad con la que me costaba tanto poder hablar. Se me hacía un verdadero mundo poder conectar más de dos palabras juntas y el bloqueo mental era mi estado natural.

Después estaba esa otra sensación: esa de querer salir corriendo. Huir, escapar, desaparecer... Los ensayos eran una tortura y cuando más cómoda me sentía era en mi casa, paradójicamente, donde el recuerdo de ella era mayor. Pero es que me sentía a salvo, conmigo misma, a pesar de que el peligro era yo.

Las cosas con Ana siempre fueron fáciles, o eso creía, o a eso me acostumbré. Conocí a Ana en medio de la calle, y en ese breve encuentro, sus ojos marrones me dijeron de ella mucho más que si hubiese pasado una tarde haciéndole millones de preguntas.

Nos volvimos a conocer una noche de julio, su tono de piel se veía más moreno con el contraste de aquel top de tirantes blanco y como siempre su sonrisa... Pero aquella noche sonreía mucho más, con esos ojos achinados y brillantes por el efecto del alcohol. Cuando Ana bebía no pasaba más allá de ese estado de embriaguez en el que se mostraba más espitosa y desinhibida, y sí, también bastante más torpe de lo que ya era. La verdad que no había, ni hay una versión de Ana de la que no esté enamorada.

- Perdona... - decía al tiempo que se tropezaba con el único taburete que aún quedaba en la barra. - ¿Me puedes poner... - se giraba hacia la mesa en la que estaba y entornaba los ojos haciendo cuentas - 3 gyntonics, y un ron cola?

- ¡Juanan! Me encargo yo... - le hice saber a mi compañero de barra, acercándome hasta a ella, y mirándola fijamente: - Entonces, 3 gyntoncis y.... - arqueé la ceja derecha.

Le costó un poco reaccionar, nunca sabré si por el alcohol o porque mi mirada fija en ella le desestabilizó por un momento.

- Ron... - se aclaró la voz - Cola - apartando la vista de mí.

- ¿El ron es para ti?

- No... Es para el cantante. - el destino no me lo quiso poner fácil: presuntamente hetero.

- ¿Te lo quieres ligar o qué? - y ella sonrió, y cuando ella sonreía ese segundo se hacía un poquito más eterno en la retina de mis ojos.

- Creo que ya me lo he ligado. - no la entendía. - Es mi novio. Y canta. - intentó ocultar una sonrisa traviesa. - Y perdona por el recital que os va a dar.

Media hora más tarde entendí las disculpas de la morena. No es que el chaval fuera malo, pero tampoco se iba a catapultar a la fama haciendo aquello que hacía. Ahí descubrí la Ana gamberra.

Taj MahalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora