Lunes. Tres de la mañana

382 20 5
                                    

Abro el paquete de cigarrillos y me llevo uno a la boca, dejando que cuelgue perezosamente de mis labios. Aquí dentro no puedo encenderlo, pero el gusto familiar del filtro sobre mi lengua me tranquiliza.

No comprendo cómo hemos llegado hasta aquí.

Y no me refiero a que estemos atascados en el ascensor de nuestro piso.

Un gruñido escapa de entre tus labios cuando intentas acomodar la espalda en la plancha de acero que hace de pared. Yo, desde el lado contrario, observo tu rostro turbado. Has cerrado el ojo, quizás pensando que yo creería que lo haces para descansar.

Pero sé que no es así.

Sé que lo haces para no tener que enfrentarte a mi mirada.

Porque lo se todo sobre ti, Roronoa Zoro.

Sabía que me traerías problemas; lo supe desde la primera vez que te vi, con el reflejo de la luna sobre tu piel y el primer botón de la camisa desabrochado; lo supe hasta el último beso con sabor a sake y tabaco.

Ese día me había peleado con un cliente en el restaurante por tirar su plato de sopa al suelo. Zeff me había echado de la cocina a empujones y me había dicho que no volviera hasta el lunes; estaba cansado de mis continuas peleas.

Conseguí convencer a Nami de salir a beber -aunque tampoco es que la hazaña tenga mucho mérito-, y después de cuatro copas y un chupito de cada botella que tenían en la discoteca, ella se fue a hablar con un chico enclenque de pelo negro.

Yo salí a la calle a fumar para despejarme, huir, o colocarme aún más, todavía no lo tengo claro. Y cuando estaba encendiendo el tercer cigarro llegaste tú.

Te vi tambalearte sobre tus pies hasta dejarte caer sobre el bordillo de la acera. En una mano una botella; en la otra tu teléfono móvil con la pantalla desbloqueada.

"No es buena idea enviar mensajes cuando vas borracho", te dije. Giraste el rostro ligeramente, lo justo para que viera una fina cicatriz cruzando tu ojo izquierdo. Sonreíste y guardaste el aparato en el bolsillo de tus pantalones.

"Solo estaba mirando la hora, cejas", contestaste.

Pero no te creí.

Me senté a tu lado y le di una calada al cigarrillo. Cuando mis pulmones se inundaron de humo cerré los ojos. Podía notar el peso de tu mirada sobre mí, recorriendo mi rostro en busca de alguna pista que indicara quién era ese tipo rubio que se había inmiscuido en tu vida.

Nada de lo que apreciaste a simple vista pareció satisfacer tu curiosidad.

Quizás por eso después insististe tanto en desnudarme.

Aunque eso tampoco te bastó.

Sin saber cómo, acabamos intercambiando nuestros números de teléfono. Tú te levantaste y te fuiste, seguido por mi mirada hasta que te perdí de vista al final de la calle; yo entré a la discoteca a buscar a Nami.

La encontré ebria, girando sobre sus tacones de aguja entre los brazos del chico enclenque. Me dijo que no me preocupara por ella, que estaba bien, que cogería un taxi para volver a casa.

De camino al baño del bar me tropecé con un escalón, unos labios y un espejo. Un rostro parecido al mío me devolvió la mirada desde la superficie de cristal.

"Creo que es hora de irse a casa", le dije. "No te puedes ir sin él", me contestó.

Creí conveniente hacerle caso a mi reflejo y te llamé. Tu voz ronca me guió por las calles del barrio; tus manos consideraron que el mejor lugar para mi ropa era el suelo de tu habitación; y tu cuerpo me enseñó a amarte.

O cómo quería ser amado.

O cómo creía que debía ser el amor.

Los meses se sucedieron, y todos los sábados a las tres de la mañana uno le enviaba un mensaje de texto al otro.

"¿Estás fuera esta noche?". Y sin saber cómo mis piernas volvían a estar enredadas en tus sábanas.

Me dejé llevar. Por tus manos, por tus labios, por tu sabor a sake. Por el cigarro de después, por el café del domingo y por el silencio hasta el siguiente fin de semana.

Me condujiste a un estado de necesidad física y mental. Adicto a ti, a tu droga. A mi tabaco en tus labios, a mis dedos en tu pecho, a mi cocina en tu casa.

El peso de tu cuerpo sobre el mío cuando te quedabas dormido.

Las dos botellas de sake que tiraba el día siguiente al contenedor.

Un fin de semana no me llamaste, y al siguiente te lo reproché. Te encogiste de hombros con las manos en los bolsillos: "No te llamé porque no había salido", te excusaste.

"¿Por qué solo me llamas cuando estás colocado?", te pregunté.

Así que hiciste un esfuerzo, marimo estúpido. Lo intentaste, lo reconozco.

Pero intentarlo no es suficiente.

Pasé de ser el mensaje de las tres de la mañana a ser con quien tomabas café los martes por la tarde. A quien te acompañaba al gimnasio y pagaba la cuenta cuando caías rendido sobre la barra de un bar. A quien invitabas al cine a ver películas de Marvel y quien te cocinaba arroz blanco cuando te excedías con el alcohol.

Hasta que llegó un día en el que me cansé. Me cansé de tu brazo sobre mi pecho impidiéndome respirar cuando caías inconsciente. Me cansé de tu parquedad en palabras, de que me llamaras "colega" delante de tus amigos y de que solo me pusieras la mano encima para quitarme los pantalones.

Dejamos de tomar café los martes y empecé a hacerme el dormido cuando llegabas a la cama. Cociné para Nami y el chico enclenque, y no volví a encender un fogón en casa. No repuse el paquete de arroz una vez se acabó, y te confesé que odiaba a los superhéroes.

Hasta que un día te pillé entrando en casa a las tres de la mañana con los zapatos en la mano y restos de carmín en el cuello.

Así que peleamos. Y no docenas de veces, encadenando discusiones y encendiendo rencores más rápido que cigarrillos. No.

Nosotros somos fuego.

Solo nos hizo falta un día para arrasar con el bosque.

Y una semana después estamos aquí, bajando cajas de cartón con mis objetos personales a mi coche.

Había encontrado un sitio donde resguardarme y lamer mis heridas. Un nuevo apartamento, en un nuevo barrio. A tres kilómetros de ti. A seis cigarros y media botella.

Pero el ascensor no estaba por la labor. Decidió dejarnos atrapados en este minúsculo cubículo iluminado con una titilante luz y con olor a desinfectante.

Finalmente te decides a abrir el ojo y a lanzarme una mirada de soslayo. Frunces el ceño; aprietas los labios. Tus dedos juguetean con las llaves del que fue nuestro apartamento y vuelves a apartar la mirada.

Y sé que por fin lo has comprendido.

Te equivocaste.

Me equivoqué.

Olías a acero, Roronoa Zoro.

Pero no me di cuenta hasta que me cortaste.


***


-Ruptura / divorcio.

- Songfic.

- Drogadicción.

- Atascados en un elevador.

One Piece Week 2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora