Capítulo 17

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XVII

Temblaba, no podía evitarlo... No solo el frío de la húmeda celda había calado sus huesos impidiéndole pensar con claridad, concentrada como estaba en paliar los estragos del gélido lugar sobre su persona, también temblaba su alma, cada centímetro de su ser.

Las lágrimas se habían secado en sus ojos hacia unas horas, sabía cercana la muerte y no le importaba, no pensaba en ello, no podía apartar de su cabeza la aterradora idea de que Inés había perecido antes que ella, que le habían arrebatado la vida cuando su único pecado fue amarla...

Toda su vida se había desvanecido como un frágil castillo de naipes luchando contra el viento, la historia que había construido junto a su mujer, las eternas noches recorriendo sus curvas, todas esas horas observando su perfil, su rostro, su sonrisa, amándola más si cabía cada día que pasaba... Inés, veía su rostro atormentándola al cerrar los ojos, ella no debía morir, no por su culpa, no por su mentira...

Lo había perdido todo, al menos todo lo que realmente consideraba importante, su mujer, su pequeño, sus amigos, su familia... Volvía a estar sola a la espera de una sentencia de muerte y, nuevamente, el verdugo era Ernesto Arrimadas.

Su odio por ese hombre se acrecentaba a cada segundo que pasaba, había osado arrancarle la vida a su propia hija solo por poseer sus bienes... con gusto se lo habría cedido todo sin pestañear si así hubiese logrado salvarla... pero ya era tarde, Inés ya no estaba, había muerto por su culpa y ella no podía vengarla, no podía hacer justicia, atrapada en una ratonera, helada y esperando que terminaran sus últimas horas, esperando que la condujeran al patíbulo, esperando que el dios vengativo que nuevamente le había arrebatado todo tuviese piedad de su alma y la enviase junto a su amada.

No supo cuánto tiempo pasó, solo supo que estaba perdida, rendida, al notar nuevamente el calor de las lágrimas deslizarse por sus mejillas... Un sonido sordo la despertó de su letargo, obligándola a enderezarse y limpiar cualquier resto de su llanto, era orgullosa y mantendría su máscara de frialdad hasta el último momento, no dejaría que sus enemigos la viesen llorar, empequeñecer... Los pasos de sus captores resonaban en los estrechos pasillos de la prisión, sus risas, el sabor dulce de la victoria en sus bocas.

Mantuvo la cabeza alta, no la agacharía por nada del mundo, no consiguieron doblegarla por mucho que lo intentaron, golpeándola, arrastrándola por el sucio y helado suelo de piedra, sus insultos y provocaciones no lograron reacción alguna en sus señoriales rasgos, se sentía muerta, había perecido con la noticia de que Inés ya no estaba en este mundo.

Al salir a la plaza el sol deslumbro sus oscuros ojos unos instantes, obligándola a cerrarlos. Cuando se acostumbró nuevamente a la claridad del día, lo primero que captó vagamente su atención fue el silencio... No se oían gritos, ni desprecios, no volaba comida podrida a su rostro como recordaba que solía ocurrir en las ejecuciones públicas. Todo el pueblo se hallaba reunido en la plaza donde iban a ajusticiarla pero ni un murmullo salía de sus bocas.

De pronto el suelo bajo sus pies dejó de ser barro endurecido, transformándose en madera mientras la obligaba a subir esos escalones hacia su muerte. No escuchó las palabras del sacerdote, sus ojos se perdían en las nubes, en la inmensidad del azul del cielo y su mente evocaba los recuerdos de Inés, de sus ojos almendrados, su sonrisa, sus labios tan perfectos, sus cabellos del color del chocolate, tan sedosos y suaves al tacto...

La soga apretando su cuello la devolvió a la realidad durante unos instantes, sus ojos cargados de odio se clavaron en el hombre que durante toda su vida la había perseguido en sus pesadillas, Ernesto Arrimadas la observaba desde un sitio privilegiado entre el público, bebiendo vino y sonriendo de forma cínica, sus ojos oscuros clavados en ella, brillando de anticipación, sonriendo porque había vencido.

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