A Sarah se le escapaba cada suspiro y bocanada de aire. La calidez del sol la arrullaba mientras escuchaba hablar al Rey de los Goblins a su lado, en el jardín del Castillo Más Allá de la Ciudad de los Goblins.

Cuando cayó inconsciente en la mañana, su mente soltó un destello, una pequeña parte de la historia de la lechuza y la chica, y en ese momento, mientras sus oídos ignoraban al ángel a su lado, y su mirada estaba profundamente concentrada, casi perdida, entre los matorrales entre los que jugaba la niña, Sarah pensó con atención en lo que había soñado cuando cayó, y el mundo, su mundo se había ido con ella, otra vez.

"Aquella mañana su sueño se vio interrumpido por un estornudo. "¡Achú!" soltó la joven, antes de admirar, que tanto como en sus sueños como en su habitación, había purpurina por doquier, regada hasta en los cabellos de sus muñecas, casi como la explosión de una estrella cuyos restos había ido a parar al cuarto de Sarah.

Cuando estaba lo suficientemente despierta como para admirar que no se había quitado su floja camisa y sus pantalones al ir a dormir, Sarah pensó en el arduo trabajo que le tomaría limpiar todo ese desastre, y los pequeños pedazos de confeti que alcanzaba a divisar en los rincones del suelo y en las paredes, y las serpentinas colgadas sobre los postes de su cama, ¿Quién había celebrado una tremenda fiesta en su habitación y no la había invitado? ¡¿Siquiera quien había celebrado una fiesta en su habitación?!

Reparó en los juguetes tirados y suspiró con cansancio mientras se dirigía al cuarto de baño, y por un momento, antes de cerrar la puerta, alcanzó con la mirada la figura encantada que reposaba, cargando esa mirada vengativa, sobre su tocador.

Sarah sintió escalofríos, se lavó la cara admirando lo agotada que estaba física y mentalmente, y salió del cuarto de baño, luego de su habitación, en busca de una escoba y un recogedor para disponerse a limpiar el desastre que ella no había generado.

¿Pero entonces quién?

Su padre, su madrastra y su pequeño hermanito, no se veían por ningún lado en su casa, y Sarah se enteró de su paradero cuando vio en el calendario la fecha, era domingo, y en el reloj marcaba la hora en la que su familia asistía a la iglesia del pueblo.

¿Pero quién había hecho el desastre en su habitación, si no fue ella? Después de cuidar de su hermano ella había ido directo a la cama, y muy vagamente recordaba lo que había soñado, o lo que había pasado antes de ir a dormir: Toby, después de lloriquear por gran parte de la noche, se había quedado dormido después de que Sarah le cediera a Lancelot a los pequeños brazos y al rostro rojizo de su hermano para que dejara de llorar; su padre y su madrastra había llegado a casa anunciándose con una voz tan fuerte para que llamara la atención de Sarah y casi despertara al pequeño; y después... pensó... y se había ido a dormir, y nada fantástico o fuera de lo ordinario, que a veces caía en la melancólica absurdes de la repetición, había ocurrido.

Lo que ella no sabía, era que sus juguetes y disfraces fueron testigos de lo contrario, de algo más que había ocurrido la noche que Sarah cuidó de su hermano, y hubiera escuchado las miles de anécdotas y sorpresas que tenían sus juguetes por decirle si Sarah hubiera podido escuchar con más atención, pues su terca cabeza se concentraba ahora en quitar los destellos plateados "de curioso aspecto casi mágico" analizó Sarah, de entre las páginas de la mayoría de sus libros.

Una esfera de cristal la tomó desprevenida cuando su mirada se desvió por un momento a su tocador, y la imponente figura que parecía acaparar la atención de los ojos verdes de la joven. Aquel momento se convirtió en una eternidad, y aquella eternidad pronto se convirtió en un martirió, y no podía creer que su verdugo era aquel figurín y su gesto de plástico hecho en algún lugar bastante lejos de ahí.

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