Uno

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La princesa Rain de Kuhr no recordaba con exactitud la edad en la que la ingresaron al castillo. Desde que tenía memoria había estado allí encerrada, aunque no porque ella lo quisiera, no porque alguna vez le hubieran preguntado su opinión al respecto. Hasta sus 12 años tuvo una cuidadora, Marya, porque era muy niña para poder hacerse cargo de sí misma, pero después de esa edad y convertirse en una verdadera mujer, se quedó sola.

Sola en ese enorme castillo, con tantas habitaciones, luces, misterios y escaleras... pero más que nada escaleras, porque la verdad es que era bastante alto.

Rain era una jovencita muy linda, sí, pero con un grandísimo defecto: era curiosa e inquieta. No podía quedarse tranquila, y tanto era así que, en ocasiones, la compañía de Marya se le hacía aburrida (no en sí por su compañía, sino por ella; le agradecía que la cuidara, pero nunca quería hacer más, nunca quería divertirse y explorar y resolver misterios, que era lo que quería Rain).

Por ello, la princesa decidió explorar las tantas habitaciones que había en el castillo desde que Marya dejó de cuidarla. Al momento de la despedida Rain se había mostrado muy triste, pero la verdad estaba más que feliz: ¡ahora podría vivir aventuras y divertirse! Tenía comida suficiente, porque sus padres, los reyes de la Isla de Kuhr, le mandaban continuamente, además de otra cantidad de cosas que pensaban que pudiera necesitar o querer, como libros, vestidos, pergamino y tinta para escribirles cartas y demás.

Y además de toda esa comida, tenía su fuente de diversión: las habitaciones. Que escondían grandes misterios... y que ella, en definitiva, pensaba resolverlos.

O, al menos, eso quería.

Los primeros días tras la marcha de Marya fueron interesantes, pero después se hicieron tediosos. No podía encontrar demasiadas pistas en los objetos que había en las habitaciones, los vestidos se le hacían repetitivos, no era una ilustrada de las letras como para ponerse a escribir historias fantásticas y de aventuras, y ya había leído todos los libros que le habían parecido interesantes. Quedaban unos cuantos, sí, pero eran de temas que no le llamaban en lo absoluto la atención, así que no iba a leerlos.

Aburrida, viendo una pared rojiza, estaba pensando qué hacer... cuando se le ocurrió una idea: convertirse en uno de los valientes y aventureros personajes que leía en los libros, y salir a ver qué había en el mundo más allá del castillo.

—¡Justo eso haré! —dijo sonriendo, asegurándose de ser no solo la mejor idea que había tenido en toda su vida, sino también lo ideal.

Por esto, pues, se preparó. Tomó algunas cosas que consideraba que podría necesitar, como agua, frutas, una pequeña navaja con la que cortaba el pan... (y no, esta no era demasiado afilada por precaución de sus padres, pero pensó que sería mejor que nada y que tal vez podría atemorizar a algún intruso o animal en caso de ser necesario.)

Bajó todas las escaleras, emocionada... y cuando llegó a la parte baja se detuvo a coger aire un poco, porque es que eran bastantes escalones. Sin embargo, cuando finalmente se sintió bien otra vez y lista para la aventura más grande de su vida, algo la detuvo.

—Alto ahí, niña —escuchó una voz profunda y lenta viniendo desde arriba—. ¿A dónde crees que vas? No puedes salir.

—¿Quién eres? —preguntó curvando su mano sobre sus ojos para protegerlos de la intensidad del cielo que se podía apreciar desde afuera del castillo—. No te veo.

—Soy la dragona que cuida tu castillo, princesa Rain de Kuhr.

—¡No sabía que los dragones podían hablar!

—Es que me hechizaron.

—Oh. A mí también me hechizaron, sé cómo te sientes.

Porque sí, a Rain también la habían hechizado. Llegado el atardecer, se transformaba en un hermoso pájaro de plumas doradas y azules, y no volvería a su forma humana hasta el amanecer. Esto se repetiría hasta que algún día un valiente caballero luchara con el dragón (dragona), le derrotara, y fuera hasta la habitación de Rain, rescatándola, dándole un beso de verdadero amor, y con ello finalmente rompiendo el hechizo.

—¿Te sientes sola? —preguntó la princesa con sus proviciones encima, luciendo adorable con ese cabello tan oscuro y esos ojos tan claros—. Debes sentirte muy sola aquí.

La dragona parpadeó. Si le preguntaban, Rain no parecía entender mucho toda la situación.

—No puedes salir del castillo, princesa. Fue una orden de tus padres.

—Pero...

—Si escapas y justo en ese momento llega un caballero, me derrota y va a tu habitación, pero no te encuentra, no podrá romper el hechizo. Y entonces nunca serás libre.

La niña se veía acongojada, a punto de llorar. A la dragona le dio algo de pena, y pensaba que era injusto que hubieran hechizado a la pequeña siendo tan joven, cuando no podía ni comprender del todo lo que sucedía.

—Princesa Rain, ¿estás llorando? —inquirió y su interlocutora asintió—. ¿Te sientes sola ahí arriba? —Volvió a asentir. Ella suspiró y pensó en algo—. Bueno... ¿qué tal si te quedas aquí conmigo y hablamos un rato? Así ninguna de las dos se sentirá sola.

De ahí en adelante, Rain siempre bajaba hasta donde estaba Moon, como descubrió que se llamaba la dragona, para hablarle. Poco a poco las habitaciones y sus misterios dejaron de ser tan atractivos para la princesa, y al mismo tiempo su amistad con Moon iba fortaleciéndose. Conversaban de muchas cosas, se iban conociendo cada vez más, e incluso que Rain se transformara en ave de precioso plumaje, cosa que antes le parecía tortuosa, ahora le parecía entretenida, porque en esos momentos podía bajar volando y reunirse con su amiga en una relativa libertad.

—Haces que estar encerrada aquí no se sienta tan malo —comentó la menor.

—Debe ser una tortura para ti estar aquí mientras otras personas de tu edad están afuera... viviendo sus vidas.

Sin embargo, a Rain le gustaba ver el lado positivo de las cosas. O eso intentaba.

—Pero te tengo a ti. Si estuviera fuera, como otra persona de mi edad, no te tendría.

La aventura más grande: Una historia lésbicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora