La mujer en el muelle

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El Dr. Hannibal Lecter llegaba a casa de la clínica casi a diario a las 7 de la noche. Aquella era una regla autoimpuesta, había mucha menos gente enferma en Londres desde la última epidemia de cólera unos años antes pero eso no hacía que su día fuera menos agitado. Así que salir a las 6:30 era algo que había determinado pasaría siempre o terminaría atrapado en el flujo de pacientes que trataba de curar.

Muchos casos eran una pérdida de tiempo, pero a Hannibal le gustaba intentar. Entre la clase baja, artesanos, mineros y obreros en general, la expectativa de vida no era de más de 40 años y si bien Hannibal, con su título nobiliario y su enorme fortuna, podía esperar una larga y amena vida, quería darle a otros esa posibilidad. Al menos a aquellos que lo merecían.

Hannibal también era excepcionalmente quisquilloso, especialmente con los modales. No soportaba a la gente grosera o vulgar, por lo cual a pesar de ser un alfa adinerado, apuesto y con capital no se le solía ver en la mayoría de los establecimientos de ocio que frecuentaban otros hombres como burdeles, bares o en las calles donde la prostitución parecía reinar sobre todas las cosas. Hannibal no tendría problema buscando compañía si eso quisiera, pero prefería pasar su tiempo en el ballet, en la ópera, en el teatro o bien en su propio hogar leyendo lo último que tenía para ofrecerle la escena literaria.

Dejó su maletín en la puerta y se quitó el abrigo apenas entrar a su casa. Las luces estaban encendidas y lo agradecía, pagar el precio de instalar en su hogar lámparas de gas hace tantos años había sido una de sus mejores inversiones al patrimonio familiar.

No hubo dejado el recibidor de la casa cuando escuchó los apresurados pasos de su joven criada. Abigail no debía tener más de 17 años, pero ya trabajaba como sirvienta en una casa de la magnitud de la suya y se sentía afortunada. El amo Lecter era amable, generoso y sobre todo un hombre decente que no azotaba a sus empleados. Hannibal sabía que el padre de la chica era obrero y su madre se dedicaba a la costura, estadísticamente Abigail tenía dos opciones en la vida. Encontrar una buena casa para servir, con la esperanza de casarse con algún otro miembro de la servidumbre, o terminar en las calles. Estaba más que dispuesto a darle una oportunidad de mejorar su situación, con un trabajo que incluía alojamiento y comida que nadie rechazaría, y ella no lo hizo.

Entendía que la sociedad reprimida en la que vivían no dejaba espacio para una sexualidad plena como la que se le había inculcado hace muchos años en los viajes con su tía Murasaki, pero encontraba fascinante el hecho de que un reino que hace los manteles del largo suficiente para que un hombre no pueda ver los tobillos de una mujer tenga tanta demanda por sexo en sus barrios bajos y entre la alta burguesía y la nobleza por igual. Para Hannibal aquella discreta búsqueda de placeres licenciosos no le era atractiva, encontraba el desarrollo de la mente mucho más atractivo.

Quizás por eso a sus 34 años no se había casado. Sin duda no era por su posición, su título, su fortuna, su carrera o su apariencia. Era extremadamente pulcro, con el cabello siempre perfectamente peinado, la ropa bien cortada y sin un hilo fuera de lugar, siempre en color negro, camisas blancas con el cuello alto y la corbata ajustada, el único toque de color en su atuendo.

Estaba tan orgulloso de su acicalamiento que no usaba colonia, sabía que incluso sin ella su aroma era agradable, una mezcla de sus jabones de baño y su natural aroma a alfa de sangre pura.

La vocecita de Abigail lo regresó a la realidad en un par de segundos.

—Lo lamento Abigail, me temo que me he perdido en mis pensamientos. ¿Decías?

—Le ha llegado un mensaje urgente, Señor. Es del comisionado Crawford. —Dijo la muchacha entregándole una notita que había sacado del bolsillo de su delantal inmaculadamente blanco.

Sucede a Media NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora