El mar nunca me había aterrado tanto. Era la tercera vez que lo veía, pero esta me parecía una fiera desencadenada. Las alborotadas corrientes eran sus garras, y las olas representaban sus fauces.
Sin embargo, allí estaba yo. A punto de cruzar lo que según madre era nuestra única vía de escape.
La cola avanzó tres pasos. Traté de atisbar alguna que otra parte de nuestra futura embarcación para relajarme, pero lo que vi no hizo más que intensificar mi angustia. Se trataba de un pequeño velero desgastado por el tiempo y la salitre, y del que su tamaño contrastaba con la cantidad de gente que albergaba. No, yo no me subiría ahí. Avanzamos un poco más. El miedo me engullía a cada paso que dábamos hacia aquella cáscara de nuez. Mi abuela siempre me recordaba que yo era el miembro más valiente de la familia Mazhd que había conocido jamás, pero en aquel momento sólo quería llorar. Estaba a punto de entrar en pánico cuando, de repente, un brazo me agarró del hombro. Era padre. Cuidadosamente me secó la solitaria lágrima que yacía en mi mejilla, y al verme temblar incontrolablemente, decidió cogerme de la mano. No hicieron falta palabras. Lo último que recuerdo es que después subí al barco junto a él, que iba detrás de madre. Tras desatar varios cabos, zarpamos por fin. Ningún lazo me ataba ya a África: ni física ni moralmente. Sólo estábamos padre, madre y yo. Nada más importaba.